Por Carlos Ernesto Alvarado Márquez
En Zacatecas, cuando se habla del derecho al agua, parece que se invoca más un mito griego que una realidad jurídica. El agua en nuestra tierra se asemeja a un unicornio, todos hablan de ella, algunos dicen haberla visto, pero nadie sabe realmente dónde está. Y no, no es que falte agua… lo que falta es que el agua quiera aparecer por aquí.
Hablar del derecho al agua en un estado donde la lluvia es tan esquiva como la ética en la política suena casi a sarcasmo. En teoría, el agua es un derecho humano reconocido por la Constitución y por tratados internacionales. En la práctica, parece más un premio de consolación en la tómbola de la vida, a veces toca, a veces no.
Si uno se adentra en las tierras zacatecanas y conversa con los campesinos, el derecho al agua es más un sueño húmedo (literal y metafóricamente) que una realidad cotidiana. Mientras la teoría habla de disponibilidad, accesibilidad y sostenibilidad, la práctica habla de tierra agrietada, animales muertos y cosechas que solo germinan en la imaginación de algún funcionario que firma proyectos con las manos limpias… de polvo y de agua.
Y entonces llegó la promesa dorada, la presa de Milpillas. Un proyecto que parecía más una profecía que un plan concreto. ¿Es la salvación de Zacatecas? ¿O solo otro monumento a la incompetencia burocrática? Difícil decirlo cuando el agua sigue fluyendo más en las discusiones que en los canales.
El problema no es Milpillas en sí, sino el discurso que se ha construido alrededor, como si, de repente, toda la sequía ancestral de Zacatecas fuera responsabilidad de la presa que aún no existe. Mientras tanto, los campesinos siguen enfrentándose a la paradoja de depender del agua que no llega, porque claro, planificar para aprovechar la poca que tenemos no es tan espectacular como proponer megaproyectos que nunca arrancan.
La cruda realidad es que seguimos aferrados a la idea de que una presa va a resolver el problema, como si poner un vaso bajo el grifo seco fuera a llenarlo de agua por el simple hecho de tener un vaso. Y en esta lógica de la abundancia ficticia, seguimos sin proteger a los campesinos, sin asegurar el abastecimiento para las comunidades rurales y sin garantizar que el ganado, otrora símbolo de la economía rural, tenga acceso al recurso vital.
Mientras tanto, el agua sigue siendo una cuestión de poder. Los acaparadores que secan ríos para el monocultivo, los que contaminan arroyos con relaves mineros y los funcionarios que prefieren cortar cintas en lugar de remediar problemas reales, todos tienen algo en común, en su mundo ideal, el agua es una mercancía, no un derecho.
Moraleja, Agua que no has de cuidar, ¡ni la presumas!
No se trata de demonizar la presa de Milpillas ni de santificarla. El problema es mucho más profundo, Zacatecas necesita una política hídrica seria que vaya más allá de las promesas y que proteja de manera efectiva a quienes dependen del agua para sobrevivir. Porque mientras nos seguimos preguntando si la presa es buena o mala, los campos se secan, los animales mueren y el derecho al agua se evapora en la sequía de la burocracia.
El agua es vida, pero en Zacatecas parece más un espejismo. Así que, mientras algunos siguen peleando por la presa, otros solo piden una cosa, que el agua llegue de una vez, aunque sea para regar las promesas que siguen secas como el campo mismo.