Por Thomas Hillerkuss
La lista de los grandes filósofas y filósofos alemanes es larga, desde Johannes Althusius, Immanuel Kant, Georg Friedrich Wilhelm Hegel o Karl Marx hasta Walter Benjamin, Hannah Arendt, Jürgen Habermas; y no menos destacaron los genios universales como Wilhelm von Humboldt, Johann Wolfgang von Goethe o Albert Einstein. Hasta la fecha, sus textos son lectura obligatoria desde el nivel escolar de secundaria. No obstante, el último sábado a finales de agosto del año de 2020 en Berlín, capital de este país supuestamente tan culto, un turba de entre 40 y 50 mil manifestantes, lo doble de lo anunciado por parte de los organizadores, con banderas y carteles en mano, sin cubrebocas y sin respetar en lo más mínimo la sana distancia, recorrieron a partir del mediodía la barrio gubernamental federal y algunos cientos intentaron tomar violentamente el “Reichstag”, la sede de la Cámara Baja, donde algunos pocos policías, con escudos, manacas y gas pimienta, con duras penas lograron frenar esta avalancha humana. Y como siempre, nadie quería hacerse responsable, ni los organizadores, ni los participantes pero tampoco el gobierno de la capital que dio la autorización, y los únicos que enfrentaron leves consecuencias penales –por lo regular una simple multa–, fueron aquellos 300 que se llevó la policía por los disturbios provocados, destrucción de propiedad pública y privada y violencia contra reporteros de la televisión y prensa, policías y espectadores.
¿Qué pretendían estos manifestantes? Lo mismo que todos aquellos que en marzo del presente año en Kassel llegaron casi a la misma cifra y unas dos semanas en Stuttgart a 15,000, donde igualmente los guardianes del orden se vieron rebasados por la multitud, destrozos e intimidación y otros actos de violencia; y lo que pretenden igualmente en pequeñas ciudades del la provincia, en grupos mucho más reducidos, cuando hacia el mediodía el sábado se juntan con megáfono en la plaza principal o donde el Ayuntamiento se les permita, para hacer públicas sus ideas. Éstas, a los grandes pensadores de su nación hubieran obligado de arrancarse los pelos hasta quedarse calvos. Son los “Querdenker”, que no son disidentes, inconformistas clásicos, pensadores laterales o personas con ideas poco convencionales, sino un potaje de suposiciones, creencias, hipótesis, imaginaciones, postulados y teorías socio-políticas con que se enfrentan a las medidas de los diferentes niveles de gobierno para poner un alto al Covid-19 y que según sus convenciones que no tienen sin sustento científico, les sirven para negar rotundamente esta pandemia y sus consecuencias –actualmente en Alemania hay más de 3 millones casos detectados y 80,000 fallecidos a causa de este virus, a sabiendas que las cifras reales, también en este país de 83 millones de habitantes son mucho más elevadas–. Todos ellos hablan de libertad, por ejemplo, de expresión; de no tener la boca tapada; de poder reunirse sin limitaciones en antros, plazas, parques, albercas públicas, casas particulares, etc., para bailar y consumir grandes cantidades de alcohol; de tener el derecho de rechazar la constitución y la legislación vigente –entre ellos, los “Reichsbürger”, los ciudadanos del Imperio Alemán que fue disuelto en 1918, y de aquel de los Mil Años, que duró solamente de 1933 a 1945–; o la ultraderecha. Pero también fundadores de exitosas empresas de software; ciudadanos aparentemente comunes que pretenden defender el derecho constitucional de manifestarse en pequeños y grandes grupos; los conspiranoicos; fanáticos activistas anti-vacunos ya que el 25 % de la población adulta en general bajo ninguna circunstancia se quiere vacunar; esotéricos; teoréticos conspirativos a veces tan radicales como los QAnon de los EE.UU.; y también las clásicas familias alemanas que ya están cansadas con cuidar a sus hijos por más de un año en casa, de ya no poder viajar, visitar un cine, un restaurante, de realizar una excusión o irse al zoológico; todos aquellos que ofrecen servicios en restaurantes, bares, tiendas si no son de primera necesidad, aquellos que manejan gimnasios, albercas públicas y otras instalaciones deportivas, incluso dueños y dueñas de salones de masaje y burdeles, porque están quebrados o les falta poco para llegar a la ruina financiera. También aparecen los “verdes”, que el día siguiente, el domingo, de nueva cuenta salvan ranas en un pequeño estanque o están reforestando un predio; profesores de escuelas y respetados catedráticos de universidad y académicos de las más variadas carreras y profesiones; médicos; gentes de muy avanzada edad que suponen que el gobierno actual estuviera aprovechándose de la situación para instalar de nueva cuenta una dictatura del Estado como aquella de los nazis; y muchos jóvenes que al abrigo de las masas buscan canalizar impunemente sus agresiones acumuladas durante casi 15 meses de encierro parcial o total.
Todos ellos traen banderas, la nacional, la negra, blanca y roja del último emperador alemán Guillermo II, aquella del ejército alemán entre 1892 y 1921, la bandera del 20 de julio que usaron aquellos militares que lanzaron este día en 1944, el fallido contra Adolf Hitler, y ahora aparece comúnmente entre la Pegida, la ultraderecha de Alemania Oriental –¡que contradicción!–, la bandera QAnon con una imagen de Donald Trump, incluso banderas de arco iris, la rusa en blanco, azul y rojo, la del reino de Prusia –disuelto en 1871– y siempre aquella de la AFD, el partido nacional de la derecha que ya es observado por parte del servicio secreto federal. También se ven carteles con fotos o caricaturas de los políticos alemanes más famosos, todos vestidos en rayas, así como los presos de antaño de la cárcel; y muchas traen cortos textos, exigiendo libertad… para enfermarse, para morir, para llorar a sus seres queridos, para vivir el resto de su vida con las secuelas del Covid-19 –bueno, eso no ponen–.
¿Pero qué hace el gobierno? Discutir cifras, prometer prontos remedios como una acelerada vacunación para todos, que hasta la fecha, por el típico burocratismo teutónico avanza a paso de tortuga, el girar una legislación con restricciones radicales que el día siguiente se cancelan, contradecirse, promover intereses egoístas por parte de políticos y partidos ya que en este año se celebran las elecciones generales, donde la cancillera Angela Merkel ya no se presenta, y un gran número de sufragios estatales y municipales, que significan para los ganadores lucrativos ingresos durante cuatro años e incluso más si logran la reelección que no tiene límite. Tampoco deben faltar los diputados estatales y federales, que usando sus buenas “connections” buscan hacer su primavera con esta crisis, consiguiendo muy baratos mascarillas y otros remedios anti-COVID para venderlos a precio a oro. Hasta ahora ya cayeron tres de estos oportunistas y seguramente hay más.
Entretanto el personal médico, como en todas partes del globo mundial, realiza tareas titánicas, muchas veces sin ser vacunadas, porque tienen que esperar hasta que les toque se turno que depende de su edad –apenas han cubierto a casi cien por ciento a los muy ancianos más de 80 años y a muchos que han cumplido los 70–. También debemos incluir entre estos silenciosos héroes a aquellas y aquellos que atienden a los ancianos, de los cuales tampoco todos están protegidos. Y la mayoría silenciosa, que se cuida, que a regañadientes aguanta las restricciones, que en su balcón puso una palma y una tina con agua tibia en la cual mojan sus pies, para poder soñar de la playa. ¿Pero qué pasa con este caldo de “Querdenker”? Ningún político, ni de la izquierda radical o liberal, ni los liberales clásicos y tampoco los demócratas cristianos y los verdes, los dos partidos dominantes, están dispuestos al diálogo con ellos, y menos ofrecen respuestas, explicaciones o alternativas; únicamente les dan autorización para realizar sus manifestaciones y después se escandalizan por el no respeto de las reglas impuestas.
Alemania, el gran ejemplo del orden y de la organización, así como va, parece una triste casa de la risa, pero no causada por un problema estructural sino por haber relegado a sus grandes pensadores en algún rincón y por haber dado rienda suelta a los “Querdenker” de la calle, a gobiernos y parlamentos incompetentes y a una administración en general que con su burocratismo alemán tan acostumbrado tampoco ofrece soluciones.