Por Martín Escobedo Delgado
El conocimiento de la historia es imprescindible para toda la sociedad, particularmente para quienes ejercen la delicada actividad de gobernar. Desde principios del siglo XVI, Nicolás Maquiavelo advertía en su clásica y conocida obra El Príncipe, que el gobernante debía tomar ejemplo de la historia para decidir adecuadamente sobre asuntos concernientes a la cosa pública. En México, Benito Juárez se remitía constantemente a lo ocurrido en el pasado para orientar sus decisiones. Algo pasa en este país en épocas recientes, porque las enseñanzas de la historia son desechadas, bien porque no convienen a los intereses de la clase gobernante, bien porque, simplemente, los gobernantes ignoran el pasado.
El grupo político que lleva las riendas de México, debería revisar con lupa un episodio reformista efectuado en el tramo final del periodo novohispano —similar al proceso “transformador” que hoy en día se impulsa— con el propósito de que aprenda cómo en la implementación de cualquier medida reformista, escuchar a la sociedad es un elemento fundamental para construir los consensos que conlleven al éxito en la aplicación de cualquier política.
Veamos el caso histórico. A fines del siglo XVIII, cuando estas tierras conformaban el reino de la Nueva España, el rey Carlos III decidió modernizar sus dominios en ultramar. Desde el mediodía del siglo XVI la monarquía española comenzó a caer en decadencia. Así, potencias como el Reino Unido, Francia y Alemania habían desplazado a España relegándola a un segundo plano en los rubros comercial, industrial, naval y militar. Según los eruditos hispanos de los siglos XVI, XVII y principios del XVIII, la monarquía española debía efectuar cambios profundos para recuperar la hegemonía perdida.
Esto condujo a que la dinastía Borbón iniciara un proceso trasformador a partir de 1718 introduciendo paulatinamente un régimen de gobierno provincial conocido como «sistema de Intendencias». Tras la experiencia adquirida con la aplicación del gobierno intendencial en la península Ibérica a lo largo de seis décadas, todo parecía indicar que este régimen podía rendir buenos resultados en la América española. Luego de una implementación escalonada, le tocó el turno a la Nueva España: el 4 de diciembre de 1786, Carlos III firmó la Ordenanza de Intendentes, documento que derogaba el sistema de corregimientos y alcaldías mayores, para poner en vigencia el régimen de intendencias y subdelegaciones.
La Ordenanza de Intendentes fue un cuerpo legal que determinó facultades y jurisdicción en las causas de Policía (gobierno político), Hacienda (gobierno económico), Justicia (gobierno judicial) y Guerra (gobierno militar). Estas normas reestructuraron el territorio novohispano, acrecentaron la presencia de la autoridad en las provincias y regiones, reforzaron la fiscalidad y ejercieron un mayor control en la actividad administrativa. Para su ejecución, el rey designó a un grupo numeroso de funcionarios leales formados en universidades y colegios peninsulares, con el objeto de erradicar la corrupción generada por oficiales reales vinculados con intereses novohispanos.
Al principio, la aplicación de Ordenanza fue rígida. Sin miramiento, los oficiales del rey siguieron al pie de la letra lo instruido en el documento legal; sin embargo, las protestas no se hicieron esperar. Muy pronto surgieron quejas de los distintos sectores que conformaban la sociedad novohispana. Los vasallos del rey no se oponían a los designios de su soberano, sólo pedían modificaciones que consideraban lesivas para su desarrollo. Contrario a lo que se pudiera pensar sobre un régimen monárquico, el rey y sus ministros escucharon las súplicas de los súbditos y, lo que es más insospechado, corrigieron. Sabedores de que una sociedad que se sabe atendida es una sociedad tranquila y conforme con las decisiones de sus gobernantes, las autoridades instruyeron a sus oficiales a velar por el bien del pueblo. La dinámica siguió: la sociedad en voz de algunos letrados manifestó inconformidad sobre algunos puntos de la Ordenanza, por lo que el rey y sus ministros optaron por modificar los artículos del documento que causaban mayor inquietud entre los vasallos. En los primeros años de vigencia fueron tantos los cambios efectuados al documento normativo, que la Corona emitió un texto denominado Adiciones a la Ordenanza de Intendentes, publicada en el año de 1800. Esto representa una clara muestra de que en el régimen monárquico, considerado excluyente y absolutista, el soberano era sensible al sentir de sus vasallos y actuaba en consecuencia.
El régimen republicano Peñista que actualmente gobierna a México es contrario al caso anterior. Como es bien sabido, la actual administración implementó —entre principios de 2013 y mediados de 2016— una serie de reformas (Laboral, Hacendaria, Financiera, Energética, Educativa, Anticorrupción, Política-electoral, en materia de Transparencia, de Amparo, de Víctimas, de Telecomunicaciones y Radiodifusión, de Procedimientos Penales y de Competencia económica) que tienen como propósito instalar al país en un sitio de privilegio, moderno y próspero. No obstante, el «presidente reformador» ha desatendido desde el principio las quejas y demandas de la sociedad. Para nadie son ajenas las protestas que la implementación de las reformas han desatado. A pesar de que el malestar social es evidente y va en aumento, el gobierno de la república no ve ni escucha. Su actitud de cerrazón confirma una visión absolutista del poder al manifestar —el propio presidente y sus secretarios de Estado— que en la aplicación de las reformas no habrá marcha atrás.
La ignorancia o el desdén de las lecciones proporcionadas por la historia pueden traer consecuencias desastrosas no sólo para los gobernantes, sino para el país en general. Como se ha evidenciado, saber escuchar y atender la opinión de la sociedad es una virtud de los gobernantes. En contraparte, omitir las demandas del pueblo es preparar el caldo de cultivo para una protesta social de consecuencias nefastas. Pese a que el presidencialismo mexicano históricamente se ha caracterizado por ser verticalista, eso no impide que sea incluyente y sensible. No me cabe duda que apostarle a un régimen donde prevalezca el autoritarismo absolutista puede conducirnos a un escenario nada halagüeño. Si usted, amable lector, desconfía de mi aseveración, remítase a lo acontecido durante la etapa final del Porfiriato.