Por Elsa Leticia García Argüelles
Los protagonistas que habitan las novelas y los cuentos ejercen una poderosa atracción en el lector debido a sus nombres, como una especie de fuerza gravitacional. El autor busca dar vida a la figura del personaje y construirlo en torno a una serie de características y sutilezas, inevitablemente la historia de un nombre toma lugar: “alguien” adquiere presencia, se vuelve categoría del discurso literario, se inserta en el sentido de la totalidad del relato y su enunciación se convierte en una voz: énfasis, pausas y silencios. Al analizar los nombres propios literarios se compendia al personaje en el momento en que se produce el discurso y desde la concepción que el autor pretendió darle a la figura central de su historia. Esto nos puede llevar a pensar en las posturas teóricas respecto al personaje en la literatura misma, es decir, qué acontece en la construcción del personaje, sea protagonista o no, sea un estereotipo o un arquetipo, sea una figura plena de libertad dentro del relato o esté atado a la voz del autor/narrador, tener un nombre o carecer de él. Las opciones nos conducen a divagar en un mundo de posibilidades como acontece en la narrativa posmoderna, a partir de los juegos lúdicos e irónicos desde la perspectiva del autor y el manejo de un narrador, donde el personaje no tiene nombres como en Ensayos sobre la ceguera de José Saramago; o como las figuras de “lector o lectora”, por ejemplo, que son personajes en Si una noche de invierno un viajero de Italo Calvino, entre otras vicisitudes.
El estudio del nombre es un punto de partida para indagar en las variadas edificaciones de un personaje, su coherencia y significado dentro del relato. No obstante, podemos ir más allá y establecer conexiones que fluyan fuera de la estructura y función que se propone en su recorrido anecdótico y simbólico de un modo inmanente. A pesar de todas las intertextualidades que surjan respecto a un nombre y sus sentidos, el lector siempre atento regresa, escucha la voz de un narrador que le dice y le muestra el camino como un presagio, como una ruta que lleva a la imposibilidad. Autor, personaje y lector juegan a “ser y contemplar” un nombre propio con su subjetividad, mientras el relato sucede, y después éste se vuelve un eco en la memoria.
Juan Vicente Melo nació en Veracruz y murió allí también (1932-1995). Su biografía reitera sus estudios de medicina, su melomanía y crítica musical, además de ser un narrador con una prosa plena de vitalidad y que reflejaba un mundo interior en conflicto, de un impulso y caída catártica. Su obra abre con La obediencia nocturna (1969), publicada después en Lecturas Mexicanas (1987); su libro más importante y una novela que discurre entre la desolación, la ironía, el enigma y el símbolo. Se dio a conocer con tres libros de cuentos: La noche alucinada (1956), Los muros enemigos (1962) y Fin de semana (1964), La Autobiografía (1966), El agua cae en otra fuente (1985), en el cual aparecen todos sus cuentos reunidos y la autobiografía también; los Cuentos completos (1997), Notas sin música (1990) y La rueca de Onfalia (1996). Una sinopsis del autor podría compendiarse en la siguiente cita:
Se graduó de médico con una tesis sobre el equilibrio del sodio y el potasio en la cirrosis hepática y realizó estudios de posgrado en París, donde conoció y trató a Camus y a Céline, escritor que dejaría una marca indeleble en su espíritu. Toda su vida gravitó en torno a la literatura y a la música. Fue también un gran empresario cultural: bajo su dirección, la Casa del Lago de la Universidad Nacional tuvo una de sus más brillantes épocas. Quizá ningún escritor mexicano ha escrito, como él, con tanta imaginación y sentido crítico, sobre música. Melo es el caso ejemplar de un escritor acuciado por la urgencia de poner algún orden al caos de su propia existencia. Minado por el tabaquismo y el alcohol, buscó en la música y el ejercicio de la literatura un medio de conocimiento y de trascendencia de sus miserias individuales. (Vladimir, 2000: 1)
Este autor escribió una obra breve comparada con su generación, quienes han tenido un lugar más visible en términos editoriales, en su recepción y en la crítica literaria. La narrativa de los años sesenta mexicana es un muestrario de escritores fundacionales, extraños y diferentes de la Generación de Literatura Mexicana o generación de ruptura, entre ellos, José Emilio Pacheco, Juan García Ponce, Inés Arredondo y Salvador Elizondo, quienes fundaron una visión de la Literatura Mexicana que regresa a los Contemporáneos, una Literatura Universal que reiteró, sobre todo, la capacidad del lenguaje en sus distintas expresiones, formas retóricas, y enunciaciones que se desplazan a través de la postura estética de sus autores. Desde luego la historia, lo narrado, no pierde vigencia pero ya no es totalmente el centro del texto literario, ahora el gran personaje es un lenguaje fragmentado y poético.
Los nombres de los escritores también nos resultan significativos al remitir a su obra, su estilo, su ideología, incluso su personalidad a través de las entrevistas o al conocerlos. Aunque aquí nos detendremos más en los nombres de los personajes, me parece sugerente la reflexión que abre Michel Foucault en su ensayo “¿Qué es el autor?”, donde ubica de manera central el lugar del autor que no muere ni desaparece, y en relación a su nombre como detenta un lugar privilegiado dentro de la cultura y la sociedad, su nombre no remite tan solo a un nombre propio:
El nombre propio y el nombre del autor se encuentran situados entre dos polos de la descripción y la designación. […] En una palabra el nombre del autor funciona para caracterizar un cierto modo del discurso: para un discurso el hecho de tener un nombre del autor, el hecho de poder decir “esto fue escrito por Fulano de Tal”, o “Fulano de Tal es el autor de esto”, indica que dicho discurso no es una palabra cotidiana, indiferente, una palabra que se va que flota y pasa…[…] el nombre del autor no va como el nombre propio, del interior de un discurso al individuo real y exterior que lo produjo, sino que corre, en cierto modo, en el límite de los textos, los recorta, sigue sus aristas, manifiesta su modo de ser o, al menos, lo caracteriza” (Foucault, 1983: 59, 60)
El nombre propio da vida a un personaje, no obstante el autor y su nombre es una marca estética dentro del discurso literario. Nombrar es designar, nombrar es identificar, darle un lugar a alguien (real o ficticio), como una fotografía que repite un nombre en voz baja. A veces los significados etimológicos dan una pauta pero no todas las certezas, pues debemos atender a lo que el texto significa con determinado nombre; ya sea como parte de nuestra memoria literaria o de las intertextualidades, como lo refiere Roland Barthes, el acto de la lectura ejerce un tejido infinito de otros textos previos que se anexan a nuestra experiencia de lector (surge el placer y el gozo, el primero como concreción de la lectura del texto, y el segundo, como punto de fuga, punto de herida) (Barthes, 2001). El mismo Melo es un atento lector de su obra al referirse a la cosmogonía que ha creado en torno a los nombres y el acto de nombrar, lo que guarda un carácter ritual y simbólico en la construcción del personaje, su voz, su textura.
Juan Vicente Melo es un autor entrañable y su nombre es significativo para mí por haberlo conocido y entrevistado en 1993,[1] dos años de su muerte, haber leído su novela La obediencia nocturna y quedar seducida por el lenguaje y el dolor, y desde luego, estimarlo porque formaba parte de mi mundo en Xalapa. Busco ahora los breves textos que he escrito sobre su obra, una reseña de La obediencia Nocturna (1987),[2] la entrevista “Las fidelidades terrenales de Juan Vicente Melo” (1993), y una breve despedida cuando murió: “Por tu muerte, para tu muerte” (1996),[3] al ver esto reconozco la manera obsesiva cómo su nombre aparece de nuevo para mí: cuando enfermó de cáncer recuerdo haber visitado su casa, tener su voz en una grabadora, recuerdo su amabilidad:
Entonces en mi autobiografía, no sé si te acuerdas, escribo puras mentiras. Ni modo. Lo que gusta mucho son los principios de las historias y más todavía los finales y sus consecuencias. […] Como en el cuento que te contaba, al final del libro de cuentos, Al aire libre, el de la señora en la silla de ruedas. Había pensado en nombres para ella, y al final no le voy a poner ninguno. A mí me gusta mucho no sólo nombrar a las personas, a uno mismo sino también a los demás. […] Y a partir de allí hay que crear todo el universo y poblarlo todo, y llamar con un nombre a cada cosa, como si fuera la primera vez. Un poco como un bautismo terrenal, pero renovable en cada nueva lectura o audición. (Melo, 1993: 18)
Su literatura cifra una certeza del acto de escribir para expulsar los demonios personales, pues veremos cómo el nombre y nombrar es una constante. Su libro autobiográfico que escribe de manera prematura es un pretexto editorial para hablar de sí mismo, de la identidad del autor y de sus personajes, tema en cuestión que sigue una ruta a veces difícil de separar. El nombre del autor se vuelve lugar de ruptura y desencuentro, como acontece con sus personajes:
Hablar de mí mismo me resulta el género literario más difícil. […] Acabo de cumplir treinta y cuatro años y sincera e ingenuamente declaro que mi vida todavía no ha comenzado (a pesar que he vivido, recientemente, con intensidad, contradictoriamente, declarándome víctima de las fuerzas atávicas que me rodean o me gobiernan, enriqueciéndome un poco todos los días y destruyéndome mucho en ese combate que representa el terrible, arduo oficio de enfrentarme a una realidad que, hasta ahora, acepto porque no hay otra posible pero que, de todas maneras, me resulta intolerable). No me conozco aunque responda a mi nombre cuando me llaman por teléfono o se refieren a mí – generosa o insidiosamente—en tertulias o columnas literarias, Tengo la manía de mirarme en el espejo y mi rostro es siempre distinto. (Melo, 1985: 7, 8)
Los procedimientos narrativos que forman parte de su estilo dejan ver un autor que crea un mundo con pocos elementos y después surge la repetición en torno a un signo, un nombre, una obsesión de mirarse y verse como “otro” en el espejo. Melo consciente de su escritura nos da las calves y las posterga, pero siempre de alguna forma está presente en los relatos a través del narrador (su alterego). La protagonista de “Sábado: El verano de la mariposa” cumple un recorrido tradicional en su estructura, así también se somete a la voz del narrador en algunos momentos (quien conoce, abre y cierra la narración), y en otros, este personaje femenino intenta con toda su fuerza tomar su propio lugar, su propio nombre para volver nacer y vivir de otra manera desde una voz en cursivas.
García Argüelles, Elsa Leticia. “Las fidelidades terrenales de Juan Vicente Melo”, La Jornada Semanal, núm. 230, noviembre, 1993: 16-20.
_______.“Nada es presente”, Graffiti, El Sol Veracruzano, octubre, 1987, Xalapa: 7.
_______.“Por tu muerte, para tu muerte”, El cliché, Suplemento Cultural de la Universidad Autónoma de Zacatecas, 25 de marzo, 1996:8.
Focault, Michel. ¿Qué es en autor? Litoral, núm 9, París, 1983: 51-82.
Melo, Juan Vicente. La rueca de Onfalia. México: Universidad Veracruzana, Ficción breve, 1996.
___________. La obediencia Nocturna. México: Lecturas Mexicanas, 1969.
___________. El agua cae en otra fuente. México: Universidad Veracruzana, Colección rescate, 1985.