Por María Isabel Terán Elizondo
Se acerca de nuevo el día dos de noviembre, y con él los festivales del día de muertos que buscan rescatar tradiciones mexicanas de variados orígenes, algunas prehispánicas y otras virreinales. Y entre estas celebraciones de tradiciones eclécticas se encuentra el Festival de día de muertos “Fray Joaquín Bolaños”, que desde hace ya ocho años organiza el Instituto Zacatecano de Cultura “Ramón López Velarde”, y el cual toma su nombre de un fraile franciscano del siglo XVIII que, aunque oriundo de Michoacán, llevó a cabo su vida pastoral en el septentrión novohispano, teniendo como base el Colegio de Propaganda Fide de Guadalupe, del que era miembro.
Fray Joaquín Bolaños -como muchos otros intelectuales católicos de la época, tanto europeos como americanos-, preocupado por las ideas ilustradas que difundían que no había que esperar hasta el más allá para gozar de dicha, y por lo tanto favorecían el desarrollo de las ciencias médicas para vivir más tiempo y la multiplicación comodidades y diversiones, estaba convencido de que para salvar el alma, el hombre necesitaba pensar en la muerte para evitar el pecado, por lo que ideó una obra literaria mediante la cual les recordaría a sus olvidadizos contemporáneos su inevitable muerte, disfrazando la moralización religiosa de novela de aventuras para que apetecieran leerla. Su obra se tituló La portentosa vida de la Muerte y se publicó en México en 1792.
Por supuesto, Bolaños no fue ni el primero ni el último que intentó esta empresa. Desde las sociedades primitivas, la relación del hombre con la muerte ha sido complicada, pues aunque es un hecho indudable e ineludible, la propia muerte, la del cuerpo y la de la conciencia, sigue siendo aun ahora un misterio como en tiempos remotos lo eran también el movimiento de las estrellas y tantos otros fenómenos inexplicables. ¿Qué pasa con el alma o la conciencia después de la muerte? Nadie, hasta hoy, puede explicarlo.
Es por ello que todas las culturas idearon rituales para enfrentar la muerte propia y la ajena, la individual y la colectiva, y la ocurrida por accidentes, enfermedades, pandemias o guerras. Basta con leer el magnífico libro El hombre frente a la muerte de Philippe Ariès para ver la evolución de la historia de esta danza que el hombre mantiene hasta hoy con un hecho que puede verse como una bendición o como una maldición, dependiendo de la vida que llevó el moribundo y de las creencias que tenga sobre lo que le espera en el más allá.
Y el arte y la literatura han tenido una parte importante en la construcción del imaginario en torno a la muerte. Cada época tiene sus propios miedos y éstos quedan plasmados en las obras artísticas. El ejemplo más evidente está en la Edad Media, cuando la peste arrasó con una parte importante de la población europea. El impacto psicológico de la terrible catástrofe y la incomprensión del fenómeno quedó testimoniado en pinturas murales, sermones, obras de teatro, poesías, etc. La muerte triunfaba sobre la vida ofreciendo una lección importante, pues arrasó por igual al joven y al viejo, al rico y al pobre, al sabio y al ignorante, al creyente y al descreído, anulando las inútiles distinciones sociales que el hombre se esfuerza por construir.
Visualizada como el castigo divino por el pecado original –y todos los subsecuentes-, el discurso religioso utilizó el instintivo temor a la muerte para convencer a los vivos de estar preparados para enfrentarla a través de tenerla siempre en la memoria y de practicar la penitencia, la oración, las buenas obras y el ascetismo. Y la Iglesia perpetuó esta estrategia en épocas posteriores, adaptándola cada vez a las nuevas circunstancias. Y esto es precisamente lo que hizo Bolaños con La portentosa vida de la Muerte.
Tomando distintas tradiciones -porque para Bolaños el fin justificaba los medios-, su obra, aunque dirigida a los católicos del siglo XVIII para la salvación de sus almas, nos recuerda algunas verdades universales y atemporales que nosotros optamos por olvidar también hoy en día. La muerte es ineludible. Por el simple hecho de estar vivos hemos de morir. La muerte está continuamente presente, por más que pretendamos olvidarnos de ella con el trabajo, el cine, los videojuegos, el deporte, los placeres, las drogas y muchos otros distractores. Nos avisa de su cercanía en la muerte de otros, en los accidentes, las enfermedades, las guerras, la violencia, etc. Y todo lo terrenal es temporal. A la luz de la muerte muchas de las cosas a las que les damos importancia durante la vida no tienen sentido: la belleza, la fuerza, la salud, el conocimiento, los méritos, los cargos, el poder, las riquezas, etc.; sin embargo, nos empeñamos en vivir como si la muerte fuera algo que les pasa a otros, porque para cada individuo la muerte propia es inconcebible. Como para el monarca Berenguer en la obra “El rey se muere” de Ionesco, todos nos negamos a creer que somos mortales.
Con el triunfo de la ilustración y el desarrollo de las ciencias y específicamente de las relacionadas con la salud, en los últimos siglos creímos que podríamos aplazar el inevitable desenlace o, incluso, gracias a proyectos experimentales como la clonación, la criogenia o la ciencia Cyborg, evitarlo; pero la pobreza, el hambre, las guerras, las pandemias, la aparición de “nuevas” enfermedades o el regreso de las que se creían erradicadas, la contaminación, el cambio climático, los accidentes nucleares, la crisis energética, la sobrepoblación, los fenómenos naturales, la escasez de agua, la extinción de especies, el enriquecimiento a costa de la salud y la vida de otros, la intolerancia y el incremento de los problemas de salud mental y la violencia como resultado de las desigualdades sociales, nos enfrentamos cotidianamente con la incontrastable evidencia de la muerte. A pesar de que el promedio de vida casi se duplicó en el siglo por los avances de la medicina, la muerte sigue demostrándonos su poder avasallador.
Es así que, como en la Ilustración, el temor a la muerte es un sentimiento contemporáneo una vez que se desvaneció el consuelo agridulce del heroísmo de la muerte romántica. Y por más que, como hizo Bolaños con sus lectores, intentemos “endulzarla” convirtiéndola en una calavera de azúcar con nuestro nombre o el de nuestros seres queridos, o exorcizarla con versos jocosos, o “amigarnos” con ella mediante los altares de muertos, o curarnos en salud rezándole a la Santa Muerte, la verdad es que, como es bien sabido desde los tiempos antiguos y ratificó La portentosa vida de la Muerte, se necesita una preparación para enfrentarla tanto individual como colectivamente.
De allí que el libro de Bolaños sea tan vigente hoy. No en vano en las últimas décadas se ha fortalecido una rama de la medicina y la psicología llamada tanatología, dedicada a acompañar al enfermo terminal y a su familia a sobrellevar el proceso de la muerte, del mismo modo que los religiosos de la Orden de San Camilo lo hicieron en el siglo XVIII ayudando a bien morir a los moribundos y a consolar a sus deudos, y del mismo modo que lo hicieron los religiosos medievales con sus Ars de bene moriendi que establecían un protocolo que daba seguridad y tranquilidad a todos los involucrados. Sin que sea posible saber si tuvieron en cuenta esta centenaria tradición, los tanatólogos como Elizabeth Kubler Ross y sus discípulos, han teorizado a partir de la experiencia clínica los procesos del morir, y han descubierto lo que los auxiliares del bien morir antiguos ya sabían: que todos necesitamos una preparación para el momento final, por lo que han propuesto diversas soluciones que pueden consultarse en su abundante bibliografía.
En estas fechas en que aparentamos enfrentar seriamente a la muerte, pero que en realidad nuestro encuentro con ella no es real porque está distanciado por la mercadotecnia y el consumismo, vale la pena recordar libros atemporales como el de La portentosa vida de la Muerte de fray Joaquín Bolaños, que nos enseñan una forma de convivir y afrontar un hecho que no podemos evitar, aprendiendo a aceptarlo como parte de la misma vida y para el que podemos prepararnos de antemano, porque, como decía un Ars moriendi medieval: Para aprender a morir a vivir hay que aprender, y para aprender a vivir a morir hay que aprender.