Por Alberto Ortiz
En fechas del pasado inmediato supuestamente asistimos a una de las celebraciones más emblemáticas del calendario cívico de nuestro país. Concluido el clímax de fervor caótico que generara a duras penas la propaganda respectiva es tiempo de reflexionar respecto a los componentes de esta, a todas luces fallida, conmemoración. ¿Qué significó el bicentenario? ¿Qué aprendimos? ¿Fue eso uno de tantos clamores prefabricados o la beatífica remembranza y actualización de la identidad?
Tal vez sean preguntas sin respuesta. Y sólo para zanjar las dudas recuérdese –entre otras de las inconsistencias del programa– que justo cuando los mexicanos teníamos el marco, léase pretexto, adecuado para reconsiderar nuestra historia nacional, analizar con mirada crítica sus falacias para reubicar personas (que no personajes) y limpiar de tanta basura oficial el significado de los hechos coyunturales; lo desaprovechamos miserablemente y preferimos dos o tres actos protocolarios insulsos, gastar millones de pesos en bagatelas y si acaso, escribir una centena de novelas históricas bajo la presión o el auspicio de las editoriales comerciales, que fueron, irónicamente, las que mejor capitalizaron el acontecimiento.
Ahora bien, ¿por qué esto intangible y en ocasiones tan extraño que nos da principio de identidad se denomina Patria y no Matria? Durante el ayer independiente y/o revolucionario ningún proyecto de país –de cariz liberal, conservador, moderado o exaltado– consolidó sus preceptos y los momentos coyunturales de la historia requirieron o de imposiciones externas o de elecciones unilaterales, en ocasiones sin conocimiento de causa.
Todo grupo o doctrina ideológica se ha diluido debatiendo contra otros similares que surgen como respuesta inmediata y oposición a ultranza. Sin embargo, dado el carácter bélico con que inician los siglos XIX y XX mexicanos, se entiende que fuera necesario modelar una república con simbolismos de carácter machista; si la única garantía de estabilidad política era la comandancia del aparato castrense, resulta lógico que prevalecieran valores marciales, sintetizados, además, por un himno nacional bélico.
Existe entonces una contraposición simbólica: los valores de la Matria son: la vocación de la amante, la tierra generadora, la madre doméstica, tiene función reproductora y está implícita en el icono básico de la mexicanidad: Guadalupe. En cambio los valores de la Patria son: la tendencia protectora, la funcionalidad mixta en caso de peligro, el músculo fuerte, el pensamiento independiente y el liderazgo triunfante.
La guerra de independencia y la revolución mexicana pueden traducirse como acontecimientos de la renovación de la nación, lo cual podemos llamar mito (re)fundacional, para tal efecto necesitaron de tres estructuras físicas a fin de ejercer su realidad histórica y preparar su ficción de identidad: primera, el acto; mismo que es necesario escribir en los textos de historia a manera de un hecho heroico circular y completo, cuyos componentes son, entre otros, la sangre derramada, el sacrificio de los hijos, el martirio de los líderes, la purificación del pueblo y el renacimiento luego de la tragedia. Segunda, el lugar; opera un nuevo tipo de sacralidad en donde acontece el acto que inaugura el mito, se demarca el origen de una época distinta, el lugar funge como eje regenerador y será identificado en adelante como un centro de historicidad, así el acto violento modifica el espacio, incluso su nombre cambia de la denominación religiosa a la militar o civil. Y tercera, el tiempo; pues las fechas indican un reinicio general a través de la ruptura con el pasado satanizado, aparece una nueva era en el día patrio, y además cada año exigirá conmemoración.
Dos ejes recreativos componen el mito compuesto por las anteriores estructuras: el eje iconográfico; construido por grabados, retratos, recreaciones, murales, esculturas, edificaciones, etc., y el eje narrativo, que se presenta armado por corridos, poemas épicos, leyendas, crónicas, discursos, partes militares, diarios, cartas, novelas, etc.; así, con su continua propaganda, la conmemoración se refuerza perseverantemente hasta formar parte de la identidad nacional y de la idiosincrasia del individuo común.
Porque la Patria debe ser contada e interiorizada mediante símbolos directos, fáciles de reconocer y cuya complejidad le confiera un aire de misterio y de misticismo que el evento vulgar de la guerra por sí mismo no puede darle. A nadie importa un país sin banderas, himnos o héroes; a pesar de que siempre haya perdido sus batallas internas y externas siempre será necesario edificar el mito a través de las narrativas plástica y textual.
Y todavía resta aplicar un plan oficial para que todo ello gane coherencia y sentido, para que el mito sea presentado como realidades de íntima pertenencia popular y no como algo ajeno que le sucedió en un remoto pasado a personas que no conocemos y sólo afectó a un proyecto de nación que ya no existe, se trata del proceso de institucionalización del mito de la independencia y la revolución. lo cual opera mediante variadas estrategias: conmemoración anual, historia nacional o patria, mitificación de participantes, perfiles de héroes, desfiles, fiestas, nominación de calles y pueblos con nombres específicos y personales, imitación idealizada, repetición de argumentos, frases o conceptos, sujeción ideológica del hoy al pasado, preparación de advenimientos similares, y por supuesto, lo que acaba de acontecer, el llamado bicentenario.