Por María Isabel Terán Elizondo
Para un investigador de la literatura sigue siendo difícil, incluso en la actualidad, definir “lo literario”, porque cada época establece sus propios criterios de inclusión o exclusión de géneros o tipos textuales en su canon y su corpus. Por ejemplo, se sabe que desde la antigüedad existe la “novela”, de la que se conservan variados ejemplos, sin embargo, no fue sino hasta el siglo XVIII y bajo los influjos de la Ilustración y el Romanticismo, que la narrativa de ficción adquirió el estatus de “literatura”.
Y esto porque las poéticas clásicas o clasicistas establecían que la Literatura –así, con mayúsculas- era una forma de conocimiento y de moralización, de modo que los únicos tres géneros literarios reconocidos eran la épica (que le daba identidad a un pueblo), la lírica (que mostraba la intimidad del alma) y la dramática (que, mediante la tragedia enseñaba a imitar la virtud y a través de la comedia a repudiar el vicio).
La novela, simple entretenimiento, al carecer del ingrediente moralizador, no era considerada Literatura, estatus que adquirió fugazmente en el siglo XVII con Don Quijote de la Mancha (1605) de Cervantes, considerada la primera novela “moderna”, y se consolidó en el siglo XVIII con Emilio (1762) de Rosseau, Eusebio (1786) de Montengón y El Periquillo Sarniento (1816) de Fernández de Lizardi, para volver a perder este enfoque en el siglo XX, donde la novela se consagró como el género literario más exitoso, gracias a que las vanguardias proclamaron que el objeto del arte era el arte mismo, rechazando que la literatura fuera un vehículo para la moralización.
Si nos centramos en la literatura novohispana y aplicáramos el criterio de las poéticas clásicas que estaban vigentes entonces y que delimitaban como literatura sólo la épica, la lírica y la dramática, quedaría fuera casi toda la producción que hasta la fecha se ha considerado literaria: hagiografías, sermones, narraciones moralizantes, relatos de viajes, écfrasis, relaciones de sucesos, etc.
Es por ello que si en los inicios de los estudios sobre literatura novohispana allá por los años cincuenta del siglo XX se consideró incluir todas estas obras como parte de lo literario, ahora, ante un catálogo amplio de obras rescatadas se está cuestionando hasta dónde abrir las puertas del canon y el corpus novohispano, porque se corre el riesgo de perder la brújula y considerar literatura cualquier texto o documento.
Pero existe un problema metodológico más que no sólo atiende al género o tipo textual de las obras, sino a su contenido. Muchos críticos literarios, como José Joaquín Blanco, han cuestionado el carácter “literario” de las producciones novohispanas por estar sujetas a múltiples limitaciones que anulaban la libertad creativa: la escasez y carestía del papel, el costo de “las impresiones, la necesidad de conseguir un mecenas, la censura, la Inquisición, la Contrarreforma, los estilos literarios en boga, etc., que hacían que las obras que lograban pasar todos esos filtros fueran muy parecidas entre sí, por lo general religiosas, apologéticas y circunstanciales, pues se escribían –a veces incluso por encargo- para determinado fin, fuera un suceso civil o religioso o algún personaje. En este grupo entraría toda la literatura que formó parte de aparatos o eventos efímeros, como túmulos y exequias, arcos triunfales, juras y certámenes literarios, recogidas en un tipo textual no literario denominado Relaciones de sucesos.
Sin embargo, en nuestra opinión esta postura es injusta, porque el investigador tiene la obligación de reconocer los valores de una obra literaria en función de las propias circunstancias históricas que la hicieron posible. En otras palabras, no se les puede pedir a los poetas novohispanos que alcanzaran los vuelos de Góngora o Quevedo, ni se les puede pedir originalidad si vivían en una sociedad que los constreñía intelectualmente y les exigía someterse al principio de autoridad. Cada época y sociedad maneja sus propios necesidades, valores y criterios, y es a partir de ellos que se puede medir la importancia, impacto y valía de una obra literaria.
Teniendo en cuenta este contexto, nos referimos enseguida a uno de los pocos certámenes literarios organizados en la ciudad de Zacatecas, denominado Estatua de la Paz. La justa fue convocada en 1722 por dos personajes prominentes en la ciudad, don José de Urquiola y Don José de Rivera Bernárdez, quienes para mostrar su lealtad al rey Felipe V, primero de los Borbones en el trono español, decidieron patrocinar unas fiestas para celebrar el enlace de su hijo, el príncipe Luis, con la duquesa francesa María Luisa de Orleáns. El certamen se enmarcó en un conjunto de actividades paralelas entre las que destacaron la representación de comedias, desfiles ecuestres, de máscaras y de carros alegóricos; corridas de toros, artificios pirotécnicos y otras diversiones. La memoria del certamen fue impresa por José Bernardo de Hogal en 1727 bajo el auspicio de De Rivera Bernárdez.
El autor de dicha memoria fue José de Aguirre Villar, quien fungió como el secretario del certamen y, por lo tanto, según la costumbre de la época, se supondría que fue también el encargado de proponer el tema general y los subtemas de la justa, establecer el tipo de estrofas y metros de los poemas que se solicitaron, organizar las diversiones y fungir como el maestro de ceremonias en la premiación, durante la cual, además de anunciar y leer los poemas ganadores y entregar los trofeos a sus autores, los convertiría en las víctimas de un vejamen.
Según su relación de los hechos, el certamen se ciñó a los protocolos del caso: el paseo del cartel por la ciudad, su fijación en un espacio público para que los interesados conocieran los asuntos y leyes del certamen, las circunstancias y el lugar donde se debían entregar los sobres cerrados con los poemas participantes, las fechas de la premiación, etc.
Es así que además de todas las limitaciones ya reseñadas a las cuales tenían que sujetarse los autores novohispanos, quienes participaban en los certámenes literarios debían ceñirse a las reglas de los asuntos propuestos: es decir, tenían que crear poemas con eran ciertas formas estróficas y rimas, pero también ajustarse a una metáfora, alegoría o imagen, etc. Como en este caso, por ejemplo, vincular el matrimonio de Luis I con la aristócrata francesa y el templo de la Paz en el monte Palatino, significando la paz entre España y Francia. De ahí que el gran ganador de estos certámenes era el ingenio y no tanto el estro poético, ya que la mayoría de los poemas eran muy semejantes. Pero es precisamente este ingenio barroco el gran valor de la época, rechazado por los neoclásicos como simple verborrea o inútil hojarasca, al que es importante poner mayor atención.
El certamen Estatua de la Paz brinda además información sobre los vecinos de la ciudad que participaron en el certamen: mineros, religiosos, eclesiásticos y funcionarios de la administración virreinal, algunos con experiencia literaria y otros simples aficionados, pero todos persiguiendo el sueño de la fama, aunque fuera efímera de la posible publicación de alguna de sus creaciones si resultaba ganadora.
También resulta un interesante catálogo de las formas poéticas en boga, bastante barrocas aun y muy posiblemente teniendo como fuente el Arte poética española… de Juan Díaz Rengifo, que tanto sirvió como manual de versificación en los siglos XVII y XVIII: centones, versos retrógrados, laberintos, paronomasias, etc., y para muestra baste un botón: el poema premiado en el tercer asunto, de la autoría de fray Juan de Argola, comendador del Convento de Mercedarios de la ciudad:
Por su parte, la relación del certamen, sobre todo la parte del vejamen, se sujetó también a las convenciones del “género”, fingiendo el secretario un viaje fantástico u onírico en el que se traslada al Monte Parnaso y, acompañado de las musas, llevar a cabo la ceremonia de premiación de los poetas ganadores, aunque le añade el plus de que, para vejarlos, los convierte a todos en animales, y destaca en cada uno sus defectos físicos o morales.
Este pequeño esbozo del valor e importancia del certamen Estatua de la Paz busca interesar al lector tanto en el evento como en la memoria impresa, que, como parte de un proyecto de revalorización de esas obras inscritas en la tradición de Relaciones de sucesos, y del proyecto Edición crítica/anotada de textos virreinales hispanoamericanos, ha sido rescatada por quien esto escribe y, gracias a la Editorial Iberoamericana Vervuert, estará a disposición del público interesado hacia finales de este mismo año.