Por Alberto Ortiz
Cada día sorprende más el gasto que se ha destinado al mantenimiento de partidos políticos e instituciones coordinadoras de las votaciones. Ningún otro rubro sensible para la edificación del futuro tiene tantos recursos, la educación sigue relegada y la producción agrícola depende de la importación, es decir, estudiantes y campesinos, no han visto su etapa dorada aún. El civismo, sin embargo, es también parte de la cultura, y muchas de las decisiones económicas dependen del vínculo entre la cultura y la política.
Antes de la entronización de los organismos estatales para la administración, control, promoción y aplicación de lo que en México llamamos «democracia», resultaba poco menos que inconcebible adjuntar a la cultura política del ciudadano común conceptos como: reforma electoral, voto libre, elecciones supervisadas, etc.
Es cierto, cada proceso político reitera la imperfección del sistema, no se puede negar además que las viejas estrategias de captación irregular del voto siguen rindiendo dividendos a quienes tienen la capacidad de obviar la ética del derecho; por otro lado las nuevas artimañas publicitarias para influir en los resultados de las decisiones sociales ya han probado su eficacia, colocando en puestos de alta responsabilidad a personajes bizarros y de vergonzoso recuerdo. Efectivamente la institucionalidad del civismo electoral en nuestro país tiene grandes retos y urgentes problemas a resolver, pero aún así la cultura del ciudadano está cambiando.
La etapa que al respecto estamos transitando se caracteriza por la crisis. Poco acostumbrados a la democracia no sabemos qué hacer con ella, “¿Para qué quieren la libertad si no saben ser libres?” preguntaría don Ermilo Abreu Gómez en boca de Canek. Así que hay necesidad de incrementar, cambiar o mejorar la cultura política del mexicano a fin de revitalizar el civismo.
Mientras tano la presencia de diputados desnudistas, ebrios y cómicos, por decir lo menos, se puede calificar de mal necesario. En ocasiones creemos que estos ejemplos encarnan la sátira político-social nada más en nuestro país, pero estamos equivocados, si el imperio norteamericano que presume de ser el parámetro del “poder del pueblo y para el pueblo” y dispone de todos los recursos para sostenerlo, incluido un ejército de élite, ha sido representado por sujetos de bajo coeficiente intelectual e incluso xenófobos abortos del cine basura, ¿por qué no habría de existir en un país que apenas está construyendo sus bases democráticas un partido político familiar con hijos babeantes propensos al soborno, y líderes sindicales que reprueban sus materias profesionales para luego fungir de presidentes municipales, y despistados ignorantes que descubren en los puestos de servicio público una mina de oro acorde con su ambición, y comadronas de a pie obsesionadas con los dividendos del presupuesto, y presidentes quiméricos que se reeligen en su país imaginario, y delincuentes reconocidos absueltos por apoyo partidario?
Recorremos apesadumbrados un camino difícil, contradictorio, lleno de escepticismo, a paso lento, doloroso, el peaje resulta caro en todos los aspectos, y el trayecto es hasta un poco tragicómico. Sin embargo es justo el reto, apreciar el camino que pisamos para lograr los objetivos esenciales de todo acuerdo social: la libertad, la justicia, la solidaridad, la democracia. Por lo tanto es deseable ver en los programas institucionales de difusión cívica algo más que gastos superfluos en buen papel, lujosos automóviles, cómodas oficinas y altos sueldos.
Sería agradable constatar un plan en marcha para cultivar la conciencia ciudadana, con adecuadas fórmulas educativas de construcción del criterio y el juicio ciudadano, es decir, impulsar y luego dejar andar una cultura política congruente y acorde, no con espejismos o metas ilusas, mucho menos con enajenamientos, sino con la realidad imperfecta de la democracia en este país de altos índices de violencia, analfabetismo e injusticia económica.
Hay avances, no se puede negar que parte del trabajo político está dirigido a fomentar la conciencia cívica, salen a la luz pública convocatorias para disertar sobre el tema, congresos, libros especializados para niños y jóvenes, publicidad, especialmente eso, publicidad. Pero todavía el plan constructor de nuestra democracia se ve como algo inconexo, fortuito y dependiente de la iniciativa de quienes dirigen las instituciones encargadas de procurar civismo político.
Un plan integral permitiría desarrollos distintos, de entrada eliminaría la necesidad de responsabilidades pagadas por el estado, la cultura política emergería como parte de las actividades cotidianas del individuo, los círculos de discusión estarían en los barrios y comunidades rurales, los líderes no estarían prefabricados por la televisión, las reformas operarían sin tanta burocracia o juego de intereses partidistas, desarrolladas naturalmente por las decisiones populares y no por las propuestas de escritorio o, peor, por las ganancias negras.
Mientras ese momento de la crisis transitiva llega, debemos laborar día a día para que los resultados sean los convenientes. No sabemos cómo debe actuar un buen ciudadano, qué es la cultura política o cómo participar en ella. Aprendemos sobre la marcha, bajo el esquema de práctica-error. Pronto, aunque no muy pronto, precisamente por la falta de consistencia y preparación de nuestros políticos, será posible que los candidatos independientes sean los líderes nacionales, sería, gracias al avance de la política, el primer paso para la desaparición de los partidos políticos obsoletos.
Y no es que dichas organizaciones sean malignas por nacimiento, uno lee sus postulados y encuentra buenas intenciones, pero dejaron de corresponder a la opinión del ciudadano común hace muchos años. Son muertos respirando artificialmente, mantenerlos en vida vegetativa nos está costando millones de pesos, necesarios para becas y desayunos escolares. La cultura cívica no los necesita más, ni a ellos ni a los nefastos representantes que han ridiculizado a la democracia. Todavía peor sería no darse cuenta de la importancia del asunto, la ignorancia mata más los anhelos de justicia y equidad que cualquier guerra.
Hasta hoy, el partidismo en México constituye un pilar en las aspiraciones democráticas. Pero está claro que las nuevas generaciones desconfían de esos emblemas y de sus actividades históricas, es más, conocen sus deficiencias y les consta que, en cada periodo de elecciones, la afiliación social depende de dádivas y cohechos más que de convencimiento e ideología personal. Resulta fácil vaticinar que si las organizaciones estatales y los partidos políticos no modifican sus prácticas de enlace con el ciudadano nuevo, desaparecerán o medrarán apoyados por los poderes subterráneos que inciden todavía en los anhelos democráticos.