Por Carlos Ernesto Alvarado Márquez
Desde que el Nuevo Sistema de Juicio Penal entró en vigor en 2017, las autoridades mexicanas decidieron darnos una lección magistral de camuflaje, ahora, cuando alguien enfrenta cargos y aún no recibe sentencia, su nombre se convierte en una inicial misteriosa. Así, en lugar de Juan Pérez de las Cuerdas, tenemos a Juan “N”, ese enigmático personaje que, aunque no sepamos exactamente quién es, ya ha sido condenado por el tribunal de las redes sociales.
Lo irónico es que el principio detrás de este embrollo es noble, la presunción de inocencia. Hasta que el juez no diga lo contrario, toda persona debe ser considerada inocente. Pero, en la práctica, esta famosa letra “N” parece más bien una licencia para culpar sin pruebas. Es el equivalente jurídico a ponerle un antifaz al villano de una telenovela, todos sabemos quién es, pero pretendemos que el misterio se mantenga.
Mientras el político “N” se convierte en un ente sombrío que vaga por los noticieros sin identidad clara, la comunidad virtual ya lo ha declarado culpable, colgado y enterrado. No importa si la historia tiene fisuras o si hay dudas razonables, el dedo acusador de Facebook ya hizo su trabajo.
La presunción de inocencia está ahí para proteger al ciudadano común de un linchamiento anticipado. Pero cuando el acusado es un político, el resultado suele ser el opuesto, el anonimato se convierte en un insulto a la inteligencia colectiva. Porque, seamos sinceros, ¿de qué sirve ocultar el nombre de un servidor público cuando todos sabemos a quién se refieren?
En el caso de figuras públicas, la presunción de inocencia debe ir de la mano con la máxima transparencia. No es lo mismo hablar de Juan Pérez de las Cuerdas, ciudadano de a pie, que de un político cuya vida está expuesta desde el momento en que decidió entrar al servicio público. Si el político “N” resulta ser el mismo al que todos conocen por sus dudosos negocios, ¿a quién pretende engañar el sistema?
La Suprema Corte ha dejado claro que quienes ejercen funciones públicas deben soportar un mayor escrutinio que el ciudadano común. Y con razón, cuando tienes acceso al poder, tu vida se convierte en un escaparate. Así que usar la letra “N” para encubrir al político acusado solo genera sospechas. Al final, el anonimato en estos casos es como ponerle bigote falso al delincuente del cartel, más ridículo que útil.
Si el político es inocente, que se demuestre con pruebas. Y si es culpable, que se le juzgue con la misma transparencia que exige su cargo. Porque en la esfera pública no hay espacio para los secretos a medias. La sociedad tiene el derecho a saber quién está siendo investigado cuando se trata de un funcionario público; ocultarlo es convertir la justicia en un juego de adivinanzas.
Las redes sociales, en su infinita sabiduría, no distinguen entre pruebas y rumores, así que cuando la autoridad se escuda en la “N”, la condena social es automática. Y lo peor, al intentar proteger el derecho a la inocencia, el sistema acaba minando la credibilidad de las instituciones que deberían representar justicia y verdad.
La presunción de inocencia es un derecho innegociable, pero usar la “N” como escudo de políticos manchados no hace justicia a nadie. La ciudadanía merece claridad y responsabilidad de quienes administran lo público. No se trata de linchar sin pruebas, pero tampoco de tapar el sol con un antifaz.
En última instancia, si los políticos quieren privacidad, que dejen el cargo y vuelvan al anonimato del ciudadano común. Pero mientras sean figuras públicas, deben enfrentar las consecuencias de sus actos con transparencia. Porque la justicia no solo debe parecer justa, debe serlo, especialmente cuando lo que está en juego es la confianza de todos.
Moraleja: En política, la “N” no borra culpas ni protege la inocencia, solo perpetúa la desconfianza.