Por Carlos Ernesto Alvarado Márquez.
La semana política llegó como un eclipse extraño. Por un lado, el gobierno celebra el aumento al salario mínimo y la futura semana laboral de cuarenta horas, como si hubiéramos despertado en una Dinamarca tropical. Por el otro, se aprueba una Ley de Aguas que los campesinos califican de traición abierta, porque mientras prometen bienestar en los discursos, en la práctica les están cerrando la llave. Reforma allá, desierto acá. Una coreografía digna de nuestro país.
El salario mínimo sube y eso siempre ayuda, sería mezquino negarlo. Pero hacerlo en un país donde la economía camina con muletas, la inseguridad se come las inversiones y el Estado de derecho vive en terapia intensiva, convierte cualquier avance en un gesto simbólico. ¿Reducir la jornada laboral? Maravilloso, pero díganle eso al pequeño empresario que paga extorsión, enfrenta fiscalización arbitraria y aún así trata de sobrevivir. El gobierno habla de modernidad, pero la realidad trabaja horas extras.
Y mientras la narrativa oficial presume un país más justo, el Legislativo decidió que el agua también necesitaba reforma. El resultado no es un modelo de gestión moderno, sino una centralización tan rígida que podría hacer sonrojar al mismísimo Porfiriato. ¿De qué va esta nueva Ley de Aguas que tiene al campo en llamas? Resumen rápido.
Primero, se rompe el vínculo entre tierra y agua. Lo que antes era inseparable ahora se divorcia por decreto. Quien vende, hereda o renta una parcela ya no transmite automáticamente el derecho al agua. El nuevo dueño quedará en espera de una autorización federal para que Conagua decida si le reasigna el volumen. En pocas palabras, la tierra pierde valor y el campesino pierde certeza. Conagua gana un botón más para controlar quién riega y quién no.
Después llega el famoso Fondo de Reserva de Aguas Nacionales. Un gran cofre federal donde se concentrará el agua del país. Un comité dominado por Conagua, Hacienda y Bienestar decidirá cómo, a quién y para qué se reasigna el líquido. Más centralismo, menos participación local. Los ejidos, comunidades indígenas y usuarios organizados pasan de ser árbitros a espectadores.
La ley también da a Conagua facultades amplísimas para imponer medidas necesarias en casos de emergencia, escasez o sobreexplotación. La frase es tan abierta que cabe todo; desde limitar riegos hasta cancelar concesiones. Un margen de discrecionalidad que haría feliz a cualquier gobierno que disfrute concentrar poder.
Se crean nuevos delitos hídricos y se endurecen castigos. En el papel suena lógico combatir la corrupción. En la realidad del campo, donde muchas prácticas se han dado por necesidad y no por malicia, esta reforma abre la puerta para criminalizar a quienes apenas sobreviven. Y todos sabemos cómo funcionan las leyes ambiguas; caen primero sobre el más vulnerable.
Por último, la gestión regional del agua pierde peso. Los organismos de cuenca, que debían garantizar decisiones locales, quedan eclipsados por un diseño hipercentralizado donde la Federación decide todo, desde el grifo de un rancho hasta el futuro de una cuenca.
La paradoja es casi poética. México celebra que habrá más salario y menos horas de trabajo, mientras aprieta el control sobre el agua, ese recurso sin el cual no existe ni trabajo, ni salario, ni país. Una mano da, la otra exprime. Y la tercera, invisible pero siempre presente, firma decretos desde un escritorio lejano que jamás ha pisado una parcela en sequía.
La Ley de Aguas dice que el liquidito es de todos, pero su control es de unos cuantos. El salario mínimo sube, sí, pero sin agua no hay campo; sin campo no hay comida; sin comida no hay trabajadores. Y sin trabajadores, bueno, siempre queda la propaganda para llenar el vacío.
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