Por Carlos Ernesto Alvarado Márquez.
Hubo un tiempo en que la idea de carrera significaba algo. En el Derecho, como en otras profesiones, estudiar, prepararse y competir no era una ingenuidad, era el camino. No garantizaba llegar, pero al menos ofrecía una promesa mínima el esfuerzo importaba. La carrera judicial se construyó sobre esa lógica exámenes, evaluaciones, escalones incómodos y años de trabajo silencioso. El notariado, con sus particularidades, también.
Ese acuerdo tácito hoy se rompe sin pudor.
El poder ya no disimula su impaciencia frente al mérito. Las instituciones dejaron de ser espacios que se ganan y se convirtieron en lugares que se reparten. La técnica estorba, la experiencia incomoda y la preparación se vuelve prescindible cuando no viene acompañada de lealtad. Lo importante no es saber, sino pertenecer.
En Zacatecas la reforma a la Ley del Notariado ya no es una advertencia ni un debate pendiente. Es una norma vigente. El Decreto 315 fue publicado y con ello se abrió la posibilidad de designar notarios de manera directa, sin concurso público de mérito, cuando a juicio del Ejecutivo exista necesidad del servicio. El examen de oposición sobrevive, pero dejó de ser la regla. Ahora convive con el atajo.
La lógica resulta inquietantemente familiar. Primero se relativiza el mérito. Luego se normaliza la excepción. Al final, la discrecionalidad se presenta como eficiencia. La patente se entrega y después se promete la preparación. La función se otorga y luego se supervisa. El orden se invierte y se espera que nadie haga demasiadas preguntas.
Esto no es distinto a lo que ha ocurrido con la carrera judicial. Durante años se insistió en que los jueces eran un obstáculo, que no entendían al pueblo, que representaban una élite incómoda. El resultado no fue una justicia más fuerte, sino un sistema más dependiente. No se mejoraron los filtros, se politizaron. No se fortaleció la carrera, se volvió frágil.
El patrón se repite. Al poder no le interesa profesionalizar instituciones, le interesa controlarlas. No busca a los mejores, busca a los cercanos. No premia el mérito, premia la docilidad. Los que no son amigos quedan fuera. Los que no son útiles sobran.
Y entonces surge la pregunta que nadie parece dispuesto a responder. ¿Cómo vamos a convencer a los jóvenes para que estudien y se preparen si lo que ven es que a los cargos más altos llegan personas sin trayectoria sólida? ¿Cómo exigir excelencia si los partidos y los gobiernos premian a sus incondicionales sin importar la ignorancia que exhiben y sin tomar en cuenta el más mínimo mérito académico?
¿De qué sirve estudiar Derecho, concursar, esperar y competir, si el mensaje que baja desde el poder es que vale más ser cómplice o compadre que buen estudiante?
El daño no es inmediato, pero es profundo. Cuando se rompe la idea de carrera, se rompe la idea de futuro. Sin mérito no hay profesionales sólidos. Sin profesionales sólidos no hay instituciones confiables. Y sin instituciones confiables, la fe pública y la justicia dejan de ser garantías y se convierten en apuestas.
El año termina y deja una lección incómoda. Las instituciones no se debilitan de golpe, se desgastan cuando el mérito deja de ser necesario. El 2026 inicia sin estridencias, pero con una tarea clara decidir si aceptamos vivir en un país donde estudiar es opcional y obedecer es suficiente.
La conversación sigue. Sígueme en redes sociales como Carlos Alvarado. Y que este año que comienza renueve las esperanzas de un México mejor.



























