Por Carlos Ernesto Alvarado Márquez.
La seguridad pública y los derechos humanos deberían marchar juntos, pero en México parecen enemigos naturales. Uno promete orden, el otro exige límites, y el Estado se empeña en demostrar que puede proteger a los ciudadanos… incluso de sí mismo.
El propósito de la seguridad es claro, garantizar la paz, la integridad y el bienestar social. Pero su legitimidad solo existe si se ejerce dentro del marco de los derechos humanos. Cuando el poder cruza esa línea, deja de proteger y empieza a controlar. La historia es conocida y sus consecuencias también.
Durante su comparecencia en el Congreso, el secretario de Seguridad Pública, Arturo Medina Mayoral, nos regaló una joya de arrogancia disfrazada de estadística al afirmar que, “de un millón seiscientos mil habitantes, un millón cuatrocientos mil confían en él y los otros doscientos mil son quienes apoyan a los delincuentes y no quieren a la FRIZ y quienes están en contra de la seguridad.” Esa frase, que podría competir con cualquier manual de autoritarismo tropical, muestra el problema de fondo, el poder que ya no distingue entre disidencia y delito. El poder que se cree inocente por definición y que, por tanto, no admite crítica.
Esa lógica del enemigo interno es exactamente lo que los derechos humanos buscan evitar. Por eso existen, para ponerle freno al impulso del Estado que todo lo justifica en nombre de la seguridad. El derecho a la vida, a la integridad, a la libertad y a la presunción de inocencia no son favores del gobierno, son obligaciones constitucionales. Por eso la Secretaría de Seguridad debería estar en manos civiles, no de generales. La disciplina militar sirve para la guerra, pero la seguridad pública se construye con diálogo, no con órdenes.
El problema es que en Zacatecas el diálogo se volvió una palabra decorativa. Lo presumen en informes, pero no lo practican. En lo federal pasó igual con la reforma a la Ley de Amparo o al Poder Judicial, donde citaron a los mejores expertos, los escucharon con atención y después hicieron exactamente lo contrario. Llamaron “parlamento abierto” a un trámite que terminó cerrado desde el principio.
En lo local, la comedia se repite. Durante un partido de futbol, el pueblo festejaba el triunfo de su equipo y quiso celebrar junto a su presidente municipal Miguel Varela. La alegría era colectiva, pero un secretario de Gobierno, fiel a la escuela del autoritarismo cordial, intentó impedirlo. Dicen que son republicanos, pero actúan como si Zacatecas fuera su hacienda privada.
Hablan de diálogo, pero lo entienden como obediencia. Escuchan solo al que aplaude y silencian al que pregunta. Y cuando un general al frente de la seguridad pública afirma que quien no lo apoya es un delincuente, el problema ya no es su carácter, sino el modelo. No se puede construir paz desde la prepotencia ni gobernar con el dedo en el gatillo.
La reflexión del periodista Mario Luis Molina Contreras lo resume con precisión quirúrgica, “Generalmente los secretarios de seguridad suelen mostrar un grado de altanería disfrazado con su formación espartana.” Y es verdad, aquí ya van dos que confunden disciplina con prepotencia.
Un gobierno que confunde autoridad con soberbia no garantiza seguridad, impone miedo. Y el miedo, aunque obedezca, no construye ciudadanía.
Moraleja: Cuando el poder se acostumbra a no escuchar, empieza a oír solo los aplausos de sus escoltas. Por eso urge recordar que los derechos humanos no son el estorbo del gobierno, son su única justificación. Y si la seguridad se militariza más, pronto no quedará quién defienda a la gente ni quién le ponga límites al uniforme.
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