Por Carlos Ernesto Alvarado Márquez.
En México la abogacía se enseña como si fuera un trámite, no una causa. Nos entrenan para citar artículos, no para cuestionar injusticias. Salimos de las universidades sabiendo qué dice la ley, pero sin entender para quién debería decirlo.
Durante meses o años los abogados hemos guardado silencio ante reformas que recortan libertades disfrazadas de modernidad o seguridad nacional. Cada vez que una nueva ley limita derechos humanos ahí estamos, leyendo el Diario Oficial, comentando en voz baja, pero sin mover un dedo. Callamos cuando el Congreso mutiló derechos humanos, cuando la prisión preventiva se volvió castigo anticipado, cuando la vigilancia digital cruzó la puerta de nuestra intimidad.
Y mientras tanto en Zacatecas un ciudadano hizo lo que muchos abogados ya no hacen. Pidió explicaciones a la autoridad. Quiso entender por qué un tránsito pateaba la moto de un adulto mayor y usaba la fuerza como argumento. Su único delito fue reclamar. Su única arma una frase que indigna, pero que muchas veces la usamos. “No me toques (censurado)”.
Pero aquí la violencia sigue siendo el lenguaje favorito del poder. La autoridad respondió como sabe hacerlo, con golpes. Porque en México pedir rendición de cuentas todavía se paga y a veces con hasta con la vida.
Lo más triste es que el hecho lo consideramos como una anécdota menor, una nota roja más, algo fuera de su competencia. Los abogados hemos convertido laprofesión, en una que redacta escritos con tinta fría y corazones anestesiados. Sin embargo el Derecho nació para lo contrario, para convertir la rabia en justicia.
Ser abogado no es representar causas, sino defender principios. Quien calla ante la arbitrariedad, aunque cite a Kelsen o a Ferrajoli, está del lado del verdugo. El silencio jurídico también mata.
La próxima vez que alguien diga “no me toques (censurado)”, que no esté solo. Porque si el Derecho no protege al ciudadano del uniforme, ya no es justicia, es obediencia con garrote.
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