Por Carlos Ernesto Alvarado Márquez
Morena encontró una nueva forma de control político: cansarte. Cada mes aprueban reformas y decretos a un ritmo que no da tregua. Mientras tratamos de entender una ley, ya discuten la siguiente. No buscan informar, buscan saturar. Y en medio del ruido legislativo, se cuelan los abusos más graves.
Claudia Sheinbaum prometió que en su gobierno no subirían los impuestos. Y técnicamente cumplió, siempre que uno ignore la realidad. El próximo año pagaremos más por el refresco, la cerveza, el agua, los museos, las apuestas y hasta los videojuegos. La joya del disparate fue el nuevo impuesto a los juegos violentos. Según el gobierno, quien juega Mortal Kombat fomenta la violencia y debe contribuir al Estado que atiende sus consecuencias. El país que se militarizó ahora culpa a los jugadores de consolas.
Por si fuera poco, aprobaron la llamada Ley Espía, un marco que permite al gobierno acceder en tiempo real a datos personales, amoríos en la red y movimientos financieros. Lo presentan como herramienta contra la evasión fiscal, pero en realidad se trata de un acto de vigilancia masiva. Es la vieja obsesión del poder disfrazada de eficiencia tecnológica.
Estas reformas no solo son invasivas, también son violaciones directas a los derechos humanos. Atentan contra la privacidad, la presunción de inocencia y la libertad individual. Convertir al ciudadano en sospechoso permanente es un retroceso jurídico grave. El Estado que debería protegerte se convierte en tu vigilante.
Y mientras todo esto ocurre, si ganas ocho mil pesos al mes que es aproximadamente el salario mínimo en este país, entre todos los impuestos que te cobran, trabajas cuatro meses del año solo para sostener al gobierno. Pagas casi la mitad de lo que produces y a cambio recibes que no hay medicinas, ni seguridad, ni calles. Lo más parecido al sistema feudal, con la diferencia de que en aquel tiempo el señor feudal al menos te miraba a los ojos cuando te quitaba el grano.
El discurso oficial lo llama “justicia social”, pero en la práctica se parece más a un feudalismo digital. Pagas tributo, entregas tus datos y agradeces la vigilancia como si fuera protección. La diferencia es que ahora el látigo tiene forma de algoritmo.
La moraleja es amarga. Un gobierno que te mira todo el tiempo no te protege, te controla. Y cuando el poder sabe más de ti que tú mismo, la libertad deja de ser un derecho y se vuelve un permiso renovable.
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