Por Elena Anatolievna Zhizhko
Hoy, la educación para la paz no es una opción más sino una necesidad que debe asumir la escuela, así como tiene que ser promovida a partir de diferentes contextos. Este tema se ha abordado desde los trabajos de Jan Amos Comenio y la Escuela Nueva. Asimismo, a finales del siglo XX – segunda década del siglo XXI, este tópico sigue despertando el interés de los investigadores a niveles internacional y nacional y presenta un significativo desarrollo tanto teórico como en la acción práctica. Los autores trazan las siguientes aristas de la educación para la paz:
- Es un asunto de derechos humanos (Nastae, 1986; Tuvilla, 1994, 1998, 2000, 2004; Alba, 1998; Jares, 2002; Blanco, et al., 2007);
- Implica educar para responsabilidad global (Reardon, 1988, 1999).
- Se alcanza mediante la enseñanza del diálogo con el método de Montessori (Duckworth, 2006);
- Se consigue al actuar en el marco pedagógico del modelo sociocognitivista de Vigotsky (Vidanes-Díez, 2007).
- Se construye desde la filosofía para hacer las paces (Herrero-Rico, 2012);
- Debe ser una propuesta ético-política de emancipación democrática llevada a cabo desde la pedagogía popular de Freire (resistencia popular no-violenta) (Ospina, 2010, 2015; Ribotta, 2011);
- Se logra a través de la enseñanza de manejo de los conflictos (Cascón, 2004; Smith, 2011; Hernández-Arteaga, Luna-Hernández, Cadena-Chala, 2017);
- Es una forma de educar en valores (Hernández-Arteaga, Luna-Hernández, Cadena-Chala, 2017).
Asimismo, como antecedente de la educación por la paz puede mencionarse el Proyecto de Escuelas Asociadas de las Naciones Unidas y la UNESCO que incorpora la educación para los derechos humanos y el desarme en los años cuarenta del siglo XX (después de la Segunda Guerra Mundial). Más adelante, en la década de los años sesenta del siglo XX, la educación por la paz se enriquece con las aportaciones de Paulo Freire que ligan la educación con el desarrollo de los pueblos y la superación de las desigualdades sociales, así como con las propuestas y prácticas sociales y pedagógicas de Mahatma Gandhi basadas en la firmeza en la verdad y acción no-violenta y el desarrollo de la autonomía personal y la desobediencia a estructuras injustas.
En los años ochenta, la educación por la paz gira hacia enfoques prácticos y pone el acento en la convivencia dentro de la comunidad cercana (el aula, la escuela, el barrio, etc.). Así, se pretende preparar para participar de forma activa y responsable en la construcción de una cultura de paz actuando desde la propia comunidad con programas de tratamiento no-violento de los conflictos. La educación por la paz, se percibe como alternativa para cambiar las conductas humanas violentas, excluyentes e intolerantes en relaciones pacíficas (Grasa, 2000, p. 53).
En la década de los años noventa del siglo XX, la educación por la paz se relaciona con la educación intercultural. Merced las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, se entablan contactos entre diferentes pueblos y personas, con experiencias diversas y se tiene acceso a materiales, centros y personas que trabajan en la educación por la paz en contextos y con situaciones de conflicto y violencia muy distintas. En 1995, la Conferencia General de la UNESCO proclama la Declaración y el Plan de Acción Integrado sobre la Educación para la Paz, los Derechos Humanos y la Democracia que en su Artículo 8 establece:
La educación debe desarrollar la capacidad de reconocer y aceptar los valores que existen en la diversidad de los individuos, los géneros, los pueblos y las culturas, y desarrollar la capacidad de comunicar, compartir y cooperar con los demás. Los ciudadanos de una sociedad pluralista y de un mundo multicultural deben ser capaces de admitir que su interpretación de las situaciones y de los problemas se desprende de su propia vida, de la historia de su sociedad y de sus tradiciones culturales y que, por consiguiente, no hay un solo individuo o grupo que tenga la única respuesta a los problemas, y puede haber más de una solución para cada problema. Por tanto, las personas deberían comprenderse y respetarse mutuamente y negociar en pie de igualdad con miras a buscar un terreno común. Así, la educación deberá fortalecer la identidad personal y favorecer la convergencia de ideas y soluciones que refuercen la paz, la amistad y la fraternidad entre los individuos y los pueblos (UNESCO, 1995).
De manera que la conceptualización de la educación por/para la paz ha transitado desde la visión de una instrucción en derechos humanos, el desarme, la responsabilidad global. Pasa por la comprensión de la necesidad de la enseñanza del diálogo y la atención al desarrollo integral del educando. Contempla el desarrollo de las actitudes positiva, analítica, transformadora, conciliadora, tolerante; la capacidad de perdonar y reconciliarse, respetar al otro, manejar la agresión, la ira, el odio. Prevé la adquisición de conocimiento para el análisis crítico de la realidad, la creatividad en la búsqueda de soluciones; el desarrollo de las competencias para pensar críticamente: saber procesar la información existente, comprender el conflicto y prevenirlo/afrontarlo/resolverlo, saber mediar, conciliar y generar soluciones pacíficas frente a los conflictos; saber empatizar con las distintas partes divididas y construir ambientes de convivencia pacífica. Llama formar en valores (la libertad, la equidad, la justicia, la solidaridad, la cooperación, la autonomía, la reflexión crítica, la creatividad, la toma de decisiones). Pretende transformar la sociedad, motivar y crear las nuevas concepciones del mundo.
Dado el carácter dinámico, no lineal, multidisciplinar, heterogéneo, multiforme y transversalizado de la tarea de construcción de cultura de paz desde el campo educativo que implica diversidad de retos, valdría la pena analizar la educación para la paz a partir del pensamiento complejo y el enfoque de relativismo cultural-lingüístico.
Siguiendo el pensamiento complejo, los elementos determinantes en el proceso educativo cuyo objetivo es desarrollar en el alumno la cultura para la paz, crear las habilidades y patrones de comportamiento pacífico, es la interculturalidad y el pluralismo lógico. El primero, es un fenómeno que se refiere al acoplamiento de al menos dos códigos culturales, cada uno de los cuales genera sus propios mecanismos de mantención y producción de diferencias y es posible solamente desde un diálogo (Quiroga-Trigo, 2012; Teillier, Llanquinao, Salamanca, 2016). Asimismo, el segundo brinda las herramientas que permiten actuar de modo no tradicional y encontrar pasos alternativos para cumplir con las tareas cotidianas o profesionales.
Uno de los fundamentos epistemológicos de los estudios de interculturalidad y pluralismo lógico es el relativismo cultural-lingüístico (Bartmiński, 2009, 2012; Boroditsky, 2001; Coseriu, 1978; Duranti, 2000; Escalera, 2012; Fishman, 1982; Garagalza, 2003; Golluscio, 2002; Koerner, 1992; Kramsch, 1998; Kövecses, 2006; Rodríguez, 2011; Rodríguez-Barraza, 2008; Sapir, 1954; Toledo, 1998; Whorf, 1978; Wolff, Holmes, 2011, entre otros), que admite como válida cualquier práctica por el solo hecho de ser producción de un pueblo o grupo social. Sus orígenes se encuentran en los estudios de la relación lenguaje-realidad/cultura/sociedad.
El paradigma de relatividad cultural-lingüística, parte de la hipótesis de Sapir-Whorf (años cincuenta del siglo XX) que plantea que la cognición humana depende del lenguaje, y que esta dependencia crea diferencias en el pensamiento de las comunidades lingüísticas. Whorf sostiene que el lenguaje determina las categorías básicas de pensamiento (la memoria, la codificación y decodificación, la percepción y la cognición) y, como consecuencia, los hablantes de diferentes idiomas piensan de manera diferente creando compleja relación lenguaje‑pensamiento‑mundo (Escalera, 2012, p. 81). Se trata de un tipo de pensamiento influenciado por el lenguaje que ocurre inmediatamente antes del uso del lenguaje, es decir, los procesos de pensamiento asociados con la producción del habla. De tal suerte que los hablantes de diferentes idiomas pueden estar predispuestos a atender y codificar diferentes aspectos de su experiencia mientras hablan (Boroditsky, 2001).
La relación entre lenguaje, sociedad y cultura consiste en un único constructo, cuyo eje es la comunicación y su sentido. Este constructo no se encuentra aislado de las vivencias de quienes lo generan, sino que corresponde a un proceso social de comprensión/comunicación de la realidad, a partir de una lengua determinada, que constituye la realidad natural, conductual, emotiva y valórica de una comunidad de personas que se reconocen como pertenecientes y partícipes de ella. En este contexto, no es posible asumir una separación o relación de causalidad entre los elementos que componen nuestras vivencias (la lengua, lo social y la cultura), ya que uno requiere de los otros en un proceso de constante retroalimentación.
La lengua, entendida como límites culturales desarrollados y expresados mediante la aprehensión de la propiedad comunicativa y, por lo tanto, social del lenguaje, condiciona la naturaleza de nuestra comprensión de la realidad y nuestro accionar en el mundo. Cultura es lengua y lengua es cultura; se trata de una construcción simbólica particular de la realidad social; especifica nuestra comprensión de mundo y, por lo mismo, categoriza y valoriza nuestro accionar.
El establecer relaciones de codependencia entre lengua y cultura, por su parte, permite proponer una concepción de lenguaje cuya universalidad está dada por la capacidad de éste de generar redes de sentido ejercidas por una comunidad, cuya identidad, y diferencia con el resto, consiste en una cerradura operativa cognitiva que es socializada por expresiones comunicativas que la particularizan. El lenguaje plasma la diferencia y genera lo extralingüístico. El hablante, a su vez, se encuentra siempre en un contexto (cognitivo, social y cultural) que le otorga identidad discursiva específica. La circularidad entre lenguaje y hablante consiste en la emergencia de lo social desde un particular sistema comunicativo, es decir, desde una lengua (Escalera, 2012, p. 84).
En palabras de Wittgenstein, “[…] imaginar un lenguaje significa imaginar una forma de vida” (Wittgenstein, 1999, p. 13). El lenguaje particulariza el significado al reducir la complejidad del mundo (todos los mundos son posibles) desde los límites de la lengua. Estas estructuras lingüísticas de sentido varían de una lengua a la otra, por lo que su comprensión es siempre autorreferente y se refiere a límites culturales de apropiación de mundo por parte de los hablantes. En este sentido, una lengua es un sistema de comunicación que particulariza una forma apropiada (desde sí misma) de describir, explicar y comprender el mundo. Es decir, una lengua es una forma de vida, una cultura (Wittgenstein, 1999, p. 15).
El relativismo cultural-lingüístico considera la universalidad[1] como un mito que enmascara los intereses de los dominadores sobre los dominados. Siguiendo este enfoque, la ciencia debe de aceptar lo no-occidental como un igual y que “[…] no se vea a sí misma como obviamente más racional y objetiva que el llamado misterioso Este” (Fishman, 1982, p. 8). Este paradigma aboga por la defensa de la diversidad etnolingüística para el beneficio de la creatividad panhumana (y del desarrollo del pluralismo lógico), la solución de problemas y la mutua aceptación transcultural (Fishman, 1982, pp. 1-14). Según Whorf (1978), el conocimiento lingüístico implica “[…] muchos, diferentes y “hermosos” sistemas de análisis lógico” (Whorf, 1978, p. 264).
El pensar en y desde el relativismo cultural-lingüístico, implica necesariamente una apología ética (y estética). En otras palabras, el relativismo cultural-lingüístico formaliza una experiencia valórica absoluta, asume la existencia de una multiplicidad de mundos comunicativa y comprensivamente presentes en cada una de las lenguas; la diversidad lingüística genera realidades autosustentadas en la comprensión y valoración del mundo que los hablantes construyen dentro de un proceso de identidad. De esta manera, los procesos académicos, tanto teóricos como empíricos, pierden su eje unicultural, propiciando la emergencia de una multiplicidad de posibilidades intraculturales de (auto)reconocimiento que generan sus propios valores de desarrollo y comprensión identitaria (Golluscio, 2002, p. 41).
Sólo estableciendo la perspectiva intracultural como elemento de enlace con la interculturalidad, se puede desarrollar en la educación un diálogo intercultural simétrico, no sujeto a un contexto de dominación epistemológica. Se trata de observar la diferencia desde la diferencia.
La perspectiva intracultural, se entiende como una particular manera de aprehender el mundo, a través de la lengua. Se trata de la visión lingüística de mundo, como clave de la comprensión del mismo por parte de una comunidad. Esta visión lingüística de mundo sería, en este contexto, el sustrato a partir del cual se reconocen las particularidades de construcción de una realidad sociocultural. Consiste en una interpretación de la realidad profundamente arraigada en el lenguaje, la que puede ser expresada en la forma de juicios acerca del mundo, de las personas, cosas o eventos (Bartmiński, 2012, p. 36).
Es una interpretación, no un reflejo; resultado de la percepción subjetiva y la conceptualización de la realidad; emerge como sistema de valores, puntos de vista y perspectivas propias del hablante, es claramente subjetiva y antropocéntrica, pero también intersubjetiva (social). Unifica a las personas en un entorno social dado, crea una comunidad de pensamiento, sentimientos y valores, particulariza el conocimiento y su operacionalidad concreta, a fin de satisfacer sus necesidades de producción y reproducción cultural (Flores Farfán, 2013).
Concluyendo puede sostenerse que el enfoque de relativismo cultural-lingüístico debe de considerarse como base epistemológica de la educación para la paz. Su postulado principal respecto a la articulación equitativa de diferentes sin un centro hegemónico (o punto de universalidad); el reconocimiento de la diferencia y la equidad de las diferencias; la admisión como válida de cualquier práctica por el solo hecho de ser producción de un grupo social, modula las acciones pedagógicas dirigidas al desarrollo de la interculturalidad y el pluralismo lógico del educando y, asimismo, de la cultura para la paz.
El paradigma de relativismo cultural-lingüístico sostiene que ser portadores de una cultura o hablar cierta lengua nos hace pensar (o realizar las tareas cognitivas) de una manera determinada. Los significados de las palabras nos remiten a categorías conceptuales, es decir, a conjuntos de cosas. El que dos lenguas tengan dos sistemas categoriales distintos indica que sus hablantes van a agrupar los elementos del mundo (construir su cultura) de maneras distintas. Desde esta perspectiva, hablar de una cultura o lengua determinada con su sistema categorial particular, conduce a encontrar las similitudes y diferencias entre los elementos del mundo.
De manera que existen complejas relaciones entre cultura/lengua y cognición, ya que una tarea cognitiva se ve “afectada” por la cultura en que vivimos y lengua que hablamos. De suerte que el dominio de otras culturas/lenguas nos permite desarrollar el pluralismo lógico, poseer conocimiento de otras maneras (no rutinarias, no habituales) de hacer las cosas, actuar, resolver problemas, otro tipo de capacidades más complicadas y multidisciplinarias para el eficiente desempeño en la vida cotidiana y profesional.
Asimismo, ya que el pluralismo lógico se logra a partir del encuentro de diversas visiones y prácticas sociales, económicas, políticas y culturales, la condición indispensable para que ocurra este proceso es la interculturalidad. Se trata de la interrelación e interacción equitativas, la interpelación de nuestra visión del mundo/cultura desde las otras y la interpelación de las otras desde la nuestra, para llegar a la aceptación mutua, respeto, interdependencia, relaciones convergentes y de complementariedad, así como fines comunes.
El relativismo cultural-lingüístico entona la comprensión correcta de unos a otros interpretando las manifestaciones culturales de acuerdo con sus propios criterios culturales, tratando entender la complejidad simbólica de las prácticas culturales, intentando moderar un inevitable etnocentrismo que lleva a interpretar las prácticas culturales ajenas a partir de los criterios de la cultura del interpretante; ayuda a lograr la paz interior y exterior: la participación, el diálogo y la cooperación, cambio de padrones del comportamiento en los conflictos; apoya el respeto a la vida y la dignidad de cada persona, sin discriminación ni prejuicios; la igualdad efectiva de los derechos y las obligaciones, (étnicas, de clase, regionales, de género, de opción sexual, de posición económica, etc.); permite la adquisición de modos no usuales de actuar, tomar decisiones (pluralismo lógico).
Bibliografía