Por Alberto Ortiz
Los procesos históricos alrededor de nuestra actualidad, nunca sencillos ni pacíficos, para concretar la separación de la vida social laica de la religiosa, han dado como resultado novedosas circunstancias enmarcadas por el concepto de la Modernidad.
Recuérdese que a principios del siglo XIX, dada la álgida discusión respecto a la necesidad o no, de suprimir las actividades inquisitoriales, aquellos que estaban en contra de la abolición del Santo Oficio argumentaban que su papel regulador, jurídico y censor era necesario para mantener el control de la moralidad y las buenas costumbres, señalaron que la desaparición del tribunal acarrearía desgracias naturales y vida disipada, los más extremistas pronosticaban la degradación inmediata de los tejidos sociales hasta la perdición no sólo de los cuerpos, sino de lo que consideraban más importante, las almas. Nada de eso pasó, al menos no de la manera en que los conservadores se imaginaron. Para entonces era imposible detener las modificaciones liberales. Así que los estados laicos tomaron el control político y social con todos sus defectos y virtudes.
Efectivamente, con la separación de la Iglesia y el Estado, inició un nuevo ritmo social; por ejemplo, en México ha operado una constante y visible transformación del ritmo social, las instituciones religiosas perdieron el antiguo control total sobre las manifestaciones populares y la dirección de las conciencias. Las costumbres variaron, poco a poco el calendario cívico se ha instalado sobre el religioso, actualmente las fechas importantes para el país ya no dependen tanto de la hagiografía católica sino de las conmemoraciones de acontecimientos de la historia nacional y sus eventos políticos.
Sin eliminar del todo el pulso doctrinal del pasado, el mundo contemporáneo occidental está instalado en la dinámica de laicización que marca su cotidianidad presente e intenta diseñarlo para el futuro. Cualquier alteración de la forma de convivencia puede verse como un retroceso o como una evolución, aunque ambos conceptos sean inadecuados e insuficientes para analizar y comprender las variaciones históricas de la cultura.
La semana santa representa uno de esos momentos en los que todavía resulta posible observar los cambios señalados. Originalmente dispuesta como una serie de costumbres dramáticas para rememorar la crucifixión del líder bíblico mesiánico, obligaba al fuero interno de todo creyente a cumplir con el protocolo del luto a través de manifestaciones directas de recogimiento e introspección, como el tipo de comida a ingerir, las oraciones, los ayunos, las liturgias y una interesante red de actividades llenas de significados culturales tradicionales vinculadas a un credo específico por medio de muestras públicas como: procesiones dolientes, duras penitencias y purgación de faltas morales a través de la mortificación del cuerpo.
Aspectos tradicionales de fe aplicada que, para la mentalidad actual, basada en el culto a lo sensual, parecen extrañas e inaceptables. El silencio obligado, la pena y el recogimiento espiritual remarcaban el peso ideológico de las estructuras sujetas a la fidelidad dogmática y a cierta mística popular. Hoy se transforman para aliarse a los intereses del turismo, el espectáculo, los medios masivos de comunicación, y, en el mejor de los casos, a la reivindicación de las tradiciones nacionales.
Despojados del control que las instituciones religiosas ejercían sobre la vida privada y pública de los individuos, la actualidad enfoca los días de cuaresma desde la perspectiva contraria. Cuando la transición ha ido a peor, la abstinencia de la carne, la renuncia a la concupiscencia, y la meditación existencial, han dado paso al ocio desbordado, al goce sensual y a la libertad para la ocupación del tiempo libre y la difusión de las creencias de cualquier tipo. Si bien esto no significa que el tiempo de antaño sea mejor que el actual o que un sistema de costumbres valga más que otro. Pero sí demuestra que hay claras diferencias entre las actividades y creencias comunitarias del pasado y las contemporáneas.
Como es sabido, el periodo cuaresmal está incluido en el calendario escolar entre las fechas vacantes, se entra en él con la idea del descanso; y tal idea en nuestros tiempos no significa cambio de actividad o trabajo, sino ocio, paseo, búsqueda de recreaciones novedosas que saquen a las personas del marasmo rutinario del horario de la fábrica o la oficina.
Se considera adecuado, aceptable y hasta recomendable sacudir la tensión acumulada por las jornadas laborales y los problemas económicos del país, hacemos un alto en la ajetreada carrera de la miseria, la injusticia y el crimen, incluso los políticos torvos olvidan un poco sus ansias de poder. Armados de la autorización civil dedicamos tiempo, dinero y esfuerzo a cultivar el placer, a entronizar el cuerpo, al erotismo. Todo ello contribuye a una nueva percepción del ser. Despojado de inhibiciones religiosas la coexistencia social convierte al cuerpo en el vehículo de cierta identidad cíclica pero extraordinaria; desaparece el penitente, se transforma en el paseante, el turista. El sujeto toma la vestimenta, la actitud y la sensibilidad de un individuo que respira otro aire, se quema con otro sol y bebe algo más que café instantáneo.
Hay además, en el contexto inmediato, la posibilidad de entrar en contacto con el jolgorio, la luz, la música y la eventualidad cultural que implica reunión y comunicación entre personas de caracteres y oficios distintos. La permisividad que la sociedad otorga y asume tiene otro objetivo, además del papel ocioso, el tiempo puede llenarse con los acordes de una sinfónica, la coreografía de los danzantes, la lectura de un libro o la propuesta estética de los artistas plásticos. Mejor entonces que la persona atrás del disfraz de turista sepa elegir. Así como la historia le ha enseñado a seleccionar y separar sus creencias religiosas de su función ciudadana, y le ha otorgado la libertad para dedicar su tiempo laboral o recreativo a una u otra, así se espera que mantenga firme el libre discernimiento para seleccionar la experiencia cultural que mejor corresponda a su ideología y necesidad de obtener placer por medio del arte.
La fuerza y satisfacción eróticas que se deprenden de la fiesta hedonista y las que emanan de la convivencia cultural son similares, ambas valiosas, si les antecede criterio y mesura. La cultura tiene la facultad de activar procesos estéticos que desembocan en placer refinado. De la misma manera el placer exquisito proviene de la identidad esencial del ser humano, su base trascendental que le da inteligencia, juicio, capacidad crítica. En este sentido considero que es posible entender la tendencia laica sobre la costumbre religiosa; esta adoración al cuerpo, propensión erótica y culto a la sensualidad, desde la íntima participación en la cultura, bien vale el tiempo vacacional sin énfasis en actitudes luctuosas. En cambio, dispendiar el tiempo libre, desarraigar raíces tradicionales, abominar del ritual, entregar la conciencia al sinsentido de la fiesta comercial no es una alternativa de transformación edificante.
Somos una sociedad en tránsito, el movimiento cultural e ideológico es nuestra única constante. En este país, preceptos civiles y religiosas conviven y disputan espacios en la conciencia y la cotidianidad social. Se impone un diálogo cultural, un equilibrio que revele la huella plural que, idealmente, nos caracteriza.