Por Carlos Ernesto Alvarado Márquez, delegado en Zacatecas, del Sindicato Nacional de Renovación al Servicio de los Trabajadores del PJF.
Hubo un tiempo —no tan lejano— en el que el mexicano promedio creía en dos cosas: la Virgen de Guadalupe y el juicio de amparo. No sabíamos con certeza si nos curaría el susto, pero sí que algo nos protegería del susto presidencial.
El Poder Judicial Federal, ese extraño ser dentro de la fauna política mexicana, era el raro ejemplar que no pedía aplausos ni votaciones, pero sí expedientes bien armados. Un poder sin mitines ni mañaneras, sin banderitas ni cánticos, pero con un arma brutal: la Constitución. Y claro, un poder “neutral” entre los otros dos que se pelean como primos por el último tamal. Sí, ese mismo poder al que Morelos soñó con palabras grandes: “que todo el que se queje con justicia tenga un tribunal que lo escuche, lo ampare y lo proteja contra el fuerte y el arbitrario”. ¡Morelos, qué nivel!
Pero entre memes, mañaneras y reformas judiciales que parecen escritas en una borrachera de poder, la fe se ha ido perdiendo. Hoy el juicio de amparo ya no inspira respeto, sino sospechas. ¿Será porque nos cansamos de defenderlo o porque nos dio pena cargar con la toga? ¿Será porque mientras unos gritaban “¡traidores!” nosotros apenas susurrábamos “¡objeción!”?
Y no ayuda, claro, que los poderes fácticos (los de la 4T, las redes y las plumas pagadas) hayan convertido a los jueces en el nuevo Judas. Si suspende, es corrupto; si niega, es conservador; si ampara, es vendido. Y mientras tanto, nosotros… escribiendo acuerdos en Arial 12 con doble espacio, pensando si usar “en efecto” o “por tanto”.
Sin embargo, no todo está perdido. El juicio de amparo sigue siendo la única herramienta que tiene la persona más pobre para gritarle al presidente o presidenta: “¡Usted está violando mis derechos!”. Sin armas, sin fuero, sin millones, solo con una demanda y un juez que todavía cree que el papel más poderoso no es el de los billetes, sino el de una sentencia.
Y para muestra, Zacatecas: a Julio César “N”, ex alcalde de Guadalupe, se le concedió una suspensión definitiva. Y no, eso no significa que sea inocente ni que el Poder Judicial lo esté blindando. Significa que, aunque la sociedad lo vea como delincuente, nosotros dejamos de lado los prejuicios. Somos objetivos con la ley, congruentes con la Constitución, y mientras su procedimiento de amparo esté en curso, la suspensión es simplemente un mecanismo para evitar que sus derechos sean violentados. Porque aunque a algunos les duela, todos —sí, todos— los ciudadanos y personas morales tienen los derechos que nuestra Carta Magna reconoce.
Pasamos de héroes a villanos en cuestión de días. Hace unos días, éramos los salvadores por detener el segundo piso en Zacatecas; hoy, somos los malvados por otorgar una suspensión a Julio. Lo cierto es que ni somos Hércules ni somos villanos: somos operadores jurídicos, que tienen como única función interpretar y aplicar la norma. Sin aplausos. Sin abucheos. Con toga y a veces con insomnio.
Y si alguien no está de acuerdo con la decisión de un juez, este país tiene instancias superiores. Para eso existe la estructura del Poder Judicial Federal, para eso existen los recursos, revisiones y quejas. Lo que no puede permitirse es que se juzgue al juzgador por el resultado y no por la legalidad de su resolución.
Quizá hoy ya nadie crea en milagros, pero al menos aún hay quienes creemos en la ley.