Por Francisco Esparza Acevedo
Querido José Esteban:
Alcancé a decirte lo mucho que te quiero. Aún escucho aquella ronca voz que te caracterizaba —ya mermada por tantos meses de enfermedad— decirnos un “los quiero mucho, mucho”. Sentí lágrimas en tus ojos y percibí el gran esfuerzo en tus palabras. Reclamaste (pediste) los poemas de mi hija Sofía, esas letras que nacen de la pureza, que tú querías acompañar con tus clásicos dibujos llenos de color.
Querías morir en segundos. Tenías miedo, no por ti, sino por tu familia… miedo a una larga agonía. Y yo, con esa torpeza de la ternura que uno a veces no sabe disfrazar, siempre te decía: “Dios no cumple caprichos ni endereza jorobados”. Entonces venía tu sonora carcajada, seguida del reclamo: “¡No me desanimes, compadre!”.
Y así fue. Una caída en tu hogar, aparentemente inocente, te postró los últimos meses en cama. Nadie esperaba este desenlace. Llegaste al colofón de tu vida y muchos lo lamentamos. Quisiéramos que apenas estuvieras escribiendo el prólogo de tu existencia, pero el rigor de la presencia en este espacio nunca depende de nosotros. Se apagó la vela de tu destino. Expiraste en la tranquilidad de tu hogar, en tu cama, en tu espacio. Así lo deseabas, y eso —al menos eso— se te cumplió.
José Esteban, tú fuiste un rebelde con causa, un artista con vocación, un servidor con corazón. Nunca renunciaste a la libertad creativa ni al compromiso social. En tu estudio —una antigua casa de teja en el Mineral— vivías rodeado de acuarelas, pinceles, objetos antiguos y recuerdos. Allí estaban los retratos familiares, las fotos arrugadas por el tiempo, y ese viejo tocadiscos que alguna vez giró con Janis Joplin y Paquita la del Barrio, tus musas entrañables. También aguardaban tus libros empastados, ordenados con la misma pasión con la que cuidabas a Mónica, Mariana y Claudia, siempre acompañado de tu querida Alicia.
Tu fuerza creativa no estaba en ser el más “bueno”, como tú decías, sino en tu terquedad: artista irreverente, tenaz e incansable, que llevó sus pinturas al mundo a base de constancia. Colores de maíz, cielo azul y gris, nunca negro y horizonte claro poblaban tu paleta, y sin pensarlo, como bien decías: “es algo que se da solito”.
Recorriste el país con tu cámara Nikon, captando lo impensable, registrando lo invisible… siempre en blanco y negro. Decías: “Lo que registro con mi cámara es en blanco y negro, porque cuando hago mis obras soy yo quien decide el color, la forma, el fondo. No quiero ninguna influencia: ese es mi acuerdo con la naturaleza”.
Hijo adoptivo de Fresnillo, se te veía hablando con la dueña del tianguis, saludando al lechero que recitaba corridos, organizando talleres de acuarela para los niños del barrio. Te autodenominabas, con ese humor ácido y tierno, un “analfabeto disfuncional de las artes”, pero tu obra ya descansa en colecciones privadas de cineastas y actores como Spielberg y Robin Williams, y en galerías de Nueva York, San Francisco, Roma y París.
Cuando sufriste infartos, sentiste la frialdad de una plancha de hospital. Estuviste en la delgada línea entre la vida y la muerte, y en vez de retraerte, pintaste para recuperarla: “Me muero de ganas de vivir”, dijiste. Siempre decías que lo importante no era vivir con ganas, sino morirse de ganas… de vivir. Lo decías no como consigna, sino como testimonio de vida.
Con Alicia, tu apoyo, cómplice y compañera del alma, y con tus hijas, construiste un legado de cultura en el pueblo. Con tus nietos, te sentabas en el umbral de la casa y les ofrecías hojas y acuarelas para que empezaran ellos a pintar un futuro hecho a su medida.
En uno de tus escritos revelaste tu anhelo más profundo: un mundo distinto para las nuevas generaciones, para tus hijas y tus nietos. No lo soñabas azul, no guinda, ni amarillo, ni verde, ni rojo. Lo soñabas en un color nuevo, un color que ellos habrían de inventar con sus propias manos:
“Quiero para ellos un mundo que sea de otro color,
un color en el que ellos crean,
un color en el que encuentren
un mejor camino para peregrinar.”
Naciste en Cuernavaca, Morelos, un 18 de julio de 1951. Niño de eterna primavera, creciste entre flores y aromas, hasta que tu familia se trasladó a Fresnillo cuando tenías ocho años. Tierra de sol, polvo y viejas tradiciones que marcó tu espíritu de arraigo. Allí, entre vecindades y relatos maternos, empezó a gestarse tu universo visual.
Te formaste como diseñador gráfico en la UNAM entre 1969 y 1973. No conforme con lo visual, cursaste dos maestrías: en Tecnología Educativa y en Comunicación Educativa. En los años ochenta te colaste al mundo editorial infantil: ilustraste libros de divulgación científica, trabajaste en la enciclopedia Colibrí, y creaste los programas Onda Libros y Los cuentos del Tlacuache.
Pero tu arte, hermano, no se aprendió en las academias. Se cultivó en la calle, en la feria, en los ojos de las abuelas, en la risa de los niños, en los tianguis de Fresnillo. Tu estudio fue siempre un santuario de memoria: allí aún vive el recuerdo de tu madre, que te regañaba casi centenaria, como al niño inquieto que siempre fuiste.
Tu sensibilidad resistió el ruido de la violencia sin perder la capacidad de asombro. Desde allí, desde ese corazón asombrado, pintaste no solo imágenes: pintaste esperanzas.
Fue en uno de esos trajines, entre talleres y cámaras, donde un colega mostró tu obra a Jorge Manrique, director del Museo de Arte Moderno. Y vinieron las exposiciones: Bellas Artes, Oaxaca, Nueva York, París. Aprendiste óleo con Rodolfo Morales en Oaxaca, y tu arte se volvió un canto vernáculo, lleno de humor, de crítica y de colores vivos.
Creciste entre calles de sol y silencios familiares. Mientras cosías expedientes para sobrevivir, soñabas con estudiar Filosofía. Pero la vida —esa línea inesperada que tanto respetabas— te condujo a las Ciencias Visuales. Todo empezó con unas sencillas acuarelas de pastilla que te regaló tu hermano mayor. Aquellas acuarelas no solo pintaron papel: pintaron tu destino.
También fuiste gestor, sembrador de cultura: Coordinador de Contenidos en la SEP con De la Madrid, director del Instituto Zacatecano de Cultura entre 1998 y 2001, y en 2007 impulsaste el Festival de Cine Fronteras Migrantes. Promoviste talleres, ferias, cine comunitario… y tantas otras semillas.
José Esteban, fuiste un recolector incansable de símbolos. Más que artista, cronista visual del México profundo. Tus trazos no solo dibujaban figuras: recuperaban costumbres, daban voz a los silenciados y coloreaban las esquinas invisibles de nuestra identidad.
En Fresnillo, donde se alzan capillas y se prenden candiles de tradición, tu obra dignificó la cotidianidad. No temías a las ramas quemadas ni a los ríos secos, porque sabías que la vida —como tu arte— siempre rebrota en otro color.
En cada trazo confirmaste que los colores también sanan. Y que vivir, cuando se hace con arte, es una forma de pintar el alma.
Como el último pincelazo que firma la obra… así nos dijiste adiós.
Y sabes, querido amigo: ya te extrañamos.
Con todo mi cariño y respeto,
Francisco Esparza Acevedo