Por Verónica Murillo Gallegos
La palabra es un gran soberano que
con pequeñísimo y sumamente insignificante
cuerpo lleva a cabo divinísimas obras
(Gorgias)
El lenguaje no sólo se refiere a las cosas para designarlas, tampoco se limita a externar lo que está en nuestro pensamiento, también puede ocultar lo que pensamos o potenciarlo porque podemos hablar de lo que no existe (decir mentiras, crear mundos imaginarios, hablar sobre lo que hubiera sido si…); con las palabras también podemos comunicarnos con los demás e incluso incitarlos para que piensen o hagan algo. Todo esto, y más, que se puede hacer gracias al lenguaje es impresionante, divino como señala Gorgias. Sin embargo, palabras como discurso, oratoria, elocuencia, arenga, perorata, monserga y verborrea se asocian frecuentemente con palabras vacías, manipulación o incluso mentiras, engaño y manipulación. No podemos vivir sin el lenguaje y, sin embargo, nos es fácil calificar un discurso –o a una persona– de “pura retórica” al mismo tiempo que podemos sucumbir, también fácilmente, ante las palabras vacías de sentido, así sea nada más porque las dijo cierta persona.
A favor de la retórica tenemos que decir que es democrática, civilizada y enemiga de la violencia: si alguien pudiera usar la fuerza, si poseyera el mando sobre otros o si tuviera la fuerza suficiente para imponer su propia voluntad, no tendría necesidad de convencer a los demás para que creyeran o hicieran algo. La necesidad de comunicarnos con otros para buscar su aprobación o para persuadirlos de que hagan algo es resultado de que consideramos a ese otro como nuestro igual, porque consideramos que es alguien apto para entender razones y porque, en última instancia, consideramos que convencer a alguien de que crea o haga algo es mejor que obligarlo a hacerlo. No obstante, es delgada la línea que separa a la persuasión de la manipulación tanto como es dudosa la diferencia entre quien está convencido por las razones de una argumentación y quien lo está por sus sentimientos e intereses o porque, simplemente, quiere estar convencido, aunque no haya ninguna razón para eso.
La retórica no es una ciencia entre otras: las ciencias pretenden enseñar la verdad acerca de las cosas (cada una acerca de su objeto propio), pero la retórica trata acerca de lo verosímil, de lo que sucede ordinariamente, de las cosas que podrían ser de otra manera. Como su objetivo no es demostrar la verdad (porque hay muchos asuntos que no pueden demostrarse) sino argumentar acerca de lo que es verosímil (lo que es más parecido a la verdad, lo que dicta el sentido común, lo que a todos parece más creíble), la retórica tiende hacia su parte negativa: la manipulación de la información y del auditorio para mostrar –de acuerdo con los intereses del emisor del discurso– solamente una parte de los hechos o bien para presentarlos de tal manera que se vean como alguien quiere que se vean. Aunque también se podría optar por la vía positiva: persuadir con la verdad, mostrando la verdad – no demostrándola–, esto es, exponiendo ante un auditorio lo que tienen las cosas de persuasivo. Otra vez, la diferencia entre ambas puede ser imperceptible…
Palabras van y vienen en los lugares donde se reúne la gente, en los medios de comunicación, en las redes sociales. La imagen puede persuadir más que las palabras, pero no todo lo podemos expresar, ni resolver, con meras imágenes: la imagen se debe a las palabras que la acompañan, ya sea como pie de foto o como información conocida o reconocida por la sociedad. No podemos fotografiar las buenas o malas intenciones de alguien sin estigmatizarlo solamente por su apariencia y, peor, sin el inminente peligro de equivocarnos y descubrirlo demasiado tarde. Tampoco podemos mostrar imágenes de un futuro prometedor como prueba de que una promesa se vaya a cumplir.
¿Cómo distinguir entonces un discurso razonable de otro manipulador? ¡Cómo saberlo! Si apelamos a lo que debe entenderse por “razonable” tendríamos que decir que un discurso es tal cuando tiene razones a su favor (aunque no nos guste o no nos beneficie lo que propone), cuando su argumentación está bien enfocada en el problema o asunto central y cuando sus argumentos son coherentes entre sí y explican la complejidad del problema que abordan y sus repercusiones. Pero quizá sea más fácil identificar lo que es un discurso que no es razonable, aunque sólo sea porque estamos demasiado acostumbrados a ello. No quiero hablar de incoherencia o de evasivas, tendría que tomar un solo ejemplo y me llevaría muchas páginas analizarlo. Sino de los argumentos que no son argumentos porque no muestran ni explican nada, de las pruebas que se aluden a favor o en contra de algo y que no tienen mucho que ver con el asunto central. Técnicamente, se llaman falacias los argumentos que parecen válidos, pero no lo son. Entre las falacias más comunes y corrientes están la falacia “del turista” y la falacia “ad hominem”.
La falacia del turista consiste en tomar una parte como si fuera el todo: un turista va de vacaciones a algún lugar, por ejemplo a Guadalajara, y tiene que tomar un taxi para trasladarse del aeropuerto a su hotel, cuando llega a su destino tiene un altercado con el taxista porque éste tuvo que dar varias vueltas para poder estacionarse y además le cobra lo que el turista cree que es demasiado; cuando el turista regresa a su ciudad dice: “en Guadalajara, todos los taxistas te traen dando vueltas para cobrarte más de lo que deberían”. Notemos que este argumento no es coherente: no se puede juzgar a todos los individuos a partir de lo que es o hace uno solo de ellos, no se puede reducir, con razón, todos los factores implicados en un problema –la distancia entre un aeropuerto y un hotel, el tráfico de la ciudad, la insuficiencia de los lugares para estacionarse en una zona o en un horario, el costo de los combustibles, las tarifas estándar de cada ciudad, etc.– a un solo factor –el taxista–, por más que éste factor haya sido el más determinante. Escuchamos este tipo de falacias cuando, por ejemplo, se califica o descalifica a toda una institución o corporación a partir de uno o algunos de sus miembros: cuando se afirma que todo en una institución –o partido político o empresa– está bien porque su dirigente es una persona capaz y honorable o bien, al contrario, cuando se dice que todos los que pertenecen a una agrupación son reprobables porque uno de sus miembros actuó de manera incorrecta.
La falacia “ad hominem” o “hacia el hombre” es también muy común. Esta consiste en que en lugar de argumentar sobre un problema en particular para resolverlo o en vez de analizar sobre el discurso de alguien para mostrar que su opinión no es acertada, se argumenta sobre la persona que está involucrada en el problema o sobre quien pronuncia un discurso y expone su opinión. Esto es, en lugar de decir que la opinión de alguien es errónea o inaceptable porque su visión del problema es parcial o porque está omitiendo información importante se reprocha a la persona alguna acción o característica que no tiene nada en absoluto que ver con su opinión: es cuando se dice que la opinión de una persona es errónea porque esa persona pertenece a cierto grupo social o partido político o se descalifica a la persona (no al argumento) afirmando que su visión es parcial porque en el pasado incurrió en acciones reprobables o al contrario: cuando se apoya una opinión basándose solamente en el prestigio o popularidad de quien la emite. En ambos casos la argumentación es falaz por la sencilla razón de que estamos en el terreno de lo verosímil, de lo que puede ser de otra manera: el más honesto puede, si no caer en la tentación de actuar mal, equivocarse y el más deshonesto puede, alguna vez, hablar con verdad.
Estas falacias son muy efectivas porque apelan a los sentimientos que son ocasionados por el prestigio o apariencia de una persona, por la imagen que puede dar una corporación en uno solo de sus representantes, pero no necesariamente porque las propuestas, acciones o discursos sean razonables o coherentes. Necesitamos argumentos, necesitamos la retórica positiva que nos muestra los pros y contras de los problemas que nos atañen. Dbemos tener cuidado con las falacias.