Todo queda en familia, pero no siempre. El conflicto entre Hernán Cortés y don Antonio de Mendoza, primer virrey de Nueva España
Por Thomas Hillerkuss
El conquistador Hernán Cortés, con su subyugación de los aztecas y la destrucción de su capital en 1521, se hizo inmortal. Menos conocidas pero también de gran trascendencia fueron sus conquistas amorosas a partir de 1513/14 en Cuba, durante sus años en México, entre 1520 y 1528 y finalmente en España en 1529, ya que se sabe de dos matrimonios y de al menos nueve amantes, con varias de las cuales tuvo prole. Lo que hoy nos interesa son dos de estas mujeres, doña Francisca de Mendoza y doña Juana Ramírez de Arellano de Zúñiga.
A la primera conoció a principios de 1529 en el celebre monasterio de Guadalupe, en el sur de Extremadura, durante su viaje de regreso de México y en la búsqueda de la Corte donde pretendía defenderse contra las innumerables y gravísimas acusaciones que sus adversarios tanto en Nueva España como en Castilla le habían levantado ante el emperador Carlos V.
Doña Francisca, muy moza todavía, se había instalado en este lugar contemplativo en compañía de una gran comitiva y de su hermana mayor, doña María de Mendoza, que era la mujer de don Francisco de los Cobos, el poderosísimo contador mayor de Castilla y secretario supremo y del Consejo del Estado de España, secretario principal del Consejo de Indias, del emperador y de su gran privado, y hombre de plena confianza del monarca. Hernán Cortés, atraído por gran la belleza y juventud de doña Francisca, en público y en secreto les hizo a ambas damas llamativos regalos de los valiosos y exóticos tesoros traídos por él desde América. La confianza alcanzada fue tal que supuestamente a poco tiempo se negociaban un enlace matrimonial entre este algo envejecido guerrero y la joven doncella, además de escribir doña María a su marido una carta con elogios sobre Cortés.
Sin embargo, todo fue un juego en vano porque Hernán ya se hallaba firmemente comprometido en matrimonio con doña Juana, hija del II conde de Aguilar y por línea paterna nieta de don Diego Hurtado de Mendoza, el II marqués de Santillana, I duque del Infantado, I marqués de Argüeso, I marqués de Campoó, II conde del Real de Manzanares y IV señor de Hita y Buitrago, y a final de su vida presidente de la Audiencia y Chancillería Real de la villa de Valladolid, uno de los hombres más influyentes de la Castilla del siglo XV y confidente de los Reyes Católicos.
Romper este compromiso político contraído por Martín Cortés, el padre de Hernán, con una descendente directa de uno de los linajes más omnipotentes de todo el reino y enlazarse en su lugar, por amor, con una jovencilla que pertenecía a una línea lateral, aunque importante, de los Mendoza, hubiera sido una afrenta que hubiera terminado de golpe con cualquier aspiración de Cortés frente a Carlos V y sus consejeros.
El año siguiente, Cortés regresó a México, recién casado y como I marqués del Valle de Oaxaca, capitán general de la Nueva España y adelantado de la Mar del Sur, pero sin poder frente a la Segunda Audiencia de México. Peor le fue a partir de 1535, con don Antonio de Mendoza, el primer virrey, quien, a pesar de ser nieto del I marqués de Santillana y por eso pariente consanguíneo cercano de la mujer de Cortés, se olvidó precisamente de esta relación familiar y le hizo la vida imposible a Hernán, buscó frenar sus nuevas expediciones y intervino arbitrariamente en la vida de varios de sus antiguas parejas e hijos ilegítimos. Todo eso en beneficio económico propio y de su aliado por casi veinte años en asuntos financieros y lucrativos negocios: don Francisco de los Cobos, que había recibido de Carlos V, en forma de mercedes, importantes y muy fructíferos prerrogativas administrativas y mercantiles tanto en Nueva España como en América del Sur. Con lo que se puede aplicar a Hernán Cortés el tan conocido refrán: “Al último los huesos”, pero sobre todo si uno resulta ser un simple arrimado entre los Grandes de España.